Un jinete galopa sobre un caballo palomino siguiendo el curso de una autopista mientras sujeta con firmeza una bandera tricolor de Venezuela que se despliega orgullosa con la fuerza del viento. Le sigue a cierta distancia una legión de motocicletas y bicis que ocupan las dos direcciones de la vía y ajustan su paso al suave galope del animal. No lo rebasan. Lidera la marcha. Está al frente convertido en símbolo y metáfora de un destino justo y feliz al que quiere dirigirse con la tenaz determinación del galope y la claridad del camino expedito de una autopista. La imagen grita libertad. A Marian le recuerda al caballo blanco que recorre la alameda de Santiago durante el golpe de Pinochet que retrató Costa Gavras en Missing.
Un caballo a galope es siempre espejo y metáfora de libertad, aspiración de conquista, camino firme hacia un destino cierto. Se le antoja a Marian que esa es la imagen de Venezuela a la que el pucherazo de Maduro ha llevado al borde del abismo. Un cuadro de esperanza en medio de la represión, una chispa de color patriótico en plena turbulencia social, una luz en la oscuridad de mentiras y puertas cerradas en la que el régimen chavista ha puesto a su ciudadanía después de las elecciones del domingo pasado. Tienen que seguir adelante y salir del laberinto en el que les ha vuelto a colocar la dictadura.
Sólo esa izquierda española desnortada, ciega y boba da por bueno el resultado. Irene Montero y el profesor Monedero se cubren de gloria en la red X diciendo que el pueblo venezolano ha hablado a favor de Maduro mientras sus amigos Boric, el presidente chileno, o el colombiano Petro, dejan claro que no se creen el resultado hasta que el régimen muestre las actas electorales. El mejicano López Obrador, más tibio, se ha alineado también con ellos en esa exigencia. Pero el régimen no muestra nada. De hecho ha pasado el tiempo suficiente sin publicar las actas electorales como para que se pueda reclamar su nulidad. Pero ante la presión internacional, Maduro responde con represión. Y si en la calle no encuentra suficientes manifestantes, busca y persigue en sus casas, en sus trabajos, allá donde se encuentren.
Ya no es Estados Unidos o la confortable Europa o las repúblicas americanas gobernadas por conservadores las que expresan dudas y exigen transparencia. El escándalo y la sospecha adquieren tal dimensión que nadie en su sano juicio, nadie con capacidad para analizar la política, da por bueno el triunfo de Maduro. Salvo Podemos en España, claro, pero no entra en ninguna de las categorías citadas. ¿Cuál es el germen de la sospecha? Que la marea anti-Maduro llevaba mucho tiempo haciéndose notar. Hasta para los ojos más escépticos (con la salvedad reseñada que, obviamente, no se enteraba o no quería verlo) la corriente de cambio entre una población exhausta y deprimida era una evidencia incontestable. Estadística también. Las encuestas conocidas en las semanas previas dibujaban sin excepción una horquilla favorable al líder opositor González Urrutia de entre el 15 y el 22% de los votos.
Una amiga venezolana le expresaba a Marian su certeza de que el cambio estaba ahí, lo marcarían las urnas el domingo. Y se confesaba por ello feliz y esperanzada. Acaso ingenua, pensaba Marian. Sobre todo ingenua. Una dictadura no se siente concernida por el mensaje de las urnas, en particular si le perjudica. Son números, cifras de papel que si hay que rectificar o manipular, pues se hace. La Venezuela chavista tiene agarrados a su ubre tantos intereses corruptos, tanto negocio inconfesable desde un poder omnímodo, empezando por los del propio Maduro, que era imposible que los fuera a soltar tranquila y deportivamente. Por eso algunos aliados, países americanos gobernados por la izquierda, como Colombia o Chile, propusieron a Maduro antes de las elecciones un acuerdo de aceptación de resultados que le garantizase una salida «decorosa» del poder. Pero el dictador nunca contestó. No quiere abandonarlo ni con decoro ni sin él. No lo contempla. La corrupción y su arraigo son tan intensos que no vislumbran otro futuro que la permanencia. Ni actas, ni explicaciones, ni diálogo, ni atención. El régimen se encoge sobre sí mismo, patalea y responde mordiendo y asesinando. Marca de la casa.
Pero esta vez hay un paisaje distinto fuera de Venezuela. Maduro convocó elecciones con la intención de blanquear su régimen porque necesitaba un cierto posicionamiento internacional, dejar de ser el régimen paria que sólo apoyan China, Rusia e Irán. Su reacción desaforada y violenta ante la constatación de que el mundo no se cree su manipulación de las urnas es un síntoma revelador de decadencia. Morirá matando, pero el régimen está ya destinado a desaparecer.
Las urnas silenciadas no llevaron el cambio, pero lo van a impulsar finalmente. El caballo que recorre a galope la autopista de Maracay simbolizando el clamor de un tiempo nuevo llegará a su destino. Marian está segura de que es cuestión de que el mundo no vuelva a dejar solos a los venezolanos. Y esta vez, parece que será así. Parece.
Artículo publicado en el diario La Razón de España