OPINIÓN

El bulo de un cura cómplice

por Jesús Ollarves Irazábal Jesús Ollarves Irazábal

Un bulo es una información falsa y malintencionada. En una era en la que se combina el vértigo digital con el marketing electoral, algunos lo comenzaron a llamar “fake news”. Pero no hay noticias falsas. La noticia, per se, es información real y verificada. El resto corresponde a otros terrenos alejados de la comunicación social honesta.

El bulo tiene antecedentes documentados en el siglo XII y se ha utilizado para infundir terror y adelantar condenas sociales en el  voluble tribunal de la opinión pública. Por ejemplo, atribuir las epidemias a inconfesables formas de emponzoñar, ejecutadas por personas y personajes a quienes se intenta descalificar sobre la base del miedo que causa una calamidad colectiva.  Sí, nos aproximamos a la COVID-19…

Tristemente célebre es la persecución de que fueron objeto los judíos cuando en Europa sobrevino la Peste Negra, que diezmó a una cuarta parte de la población, entre 1348 y 1350. Corrió la voz de que los judíos envenenaban los pozos y las fuentes de agua y se afirmó que los rabinos de Toledo eran los que habían urdido el plan para liquidar a los cristianos. El exterminio judío no comenzó en el siglo XX.

Otro bulo terrorífico se propagó en Milán, en medio de la peste que asoló la ciudad en 1630. En esa oportunidad, se atribuyó a los “Untore” o individuos que usaban ungüentos envenenados y polvos para producir la mortandad.

Durante el siglo XIX  a “los hombres de la Iglesia” les  atribuyeron la epidemia de cólera en España. El 17 de julio de 1843 hubo una matanza de frailes a causa del rumor que se extendió por Madrid. La arremetida comenzó con el asesinato de un niño, al que se acusó de envenenar una fuente. El rumor y sus consecuencias se extendieron hasta Barcelona, donde se afirmó que fueron los frailes carlistas los que envenenaron las aguas con la intención de vengarse de los liberales.

En medio de la pandemia que estremece a todo el mundo, otro “hombre de la Iglesia” se ve involucrado en un bulo, pero esta vez en condición de victimario. A través de Twitter, el sacerdote aliado del chavismo-madurismo Numa Molina hace coro a las autoridades del régimen que califican de “bioterroristas” a los venezolanos que habían huido de Venezuela por la profundización de la emergencia humanitaria compleja en el país y ahora, en medio de la crisis sanitaria, se han visto obligados a retornar.

Los venezolanos que quieren y tienen el derecho de regresar a su pais no son bioterroristas. Bioterrorismo es un crimen muy grave, es el uso ilegítimo, o la amenaza de uso, de microorganismos o toxinas obtenidas de organismos vivos, para provocar enfermedades o la muerte de seres humanos, animales o plantas, con el objeto de intimidar a gobiernos o sociedades para alcanzar objetivos ideológicos, religiosos o políticos.

Todo indica que Molina no actúa como un hombre de la Iglesia, sino, burdamente, como un cómplice de la dictadura. Este sacerdote participa activamente en el tumulto fariseo que promueve el oficialismo. Ligera e irresponsablemente, se suma a las acusaciones de los que abusan del ejercicio del poder en Venezuela en procura de chivos expiatorios, para tratar de encubrir su ineficiencia y justificar su indolencia ante el sufrimiento de miles de venezolanos.

Mario Moronta, obispo de la diócesis fronteriza de San Cristóbal, no demoró en marcar distancia con el cura cómplice: “Quien detenta el Poder Ejecutivo ha señalado que son instrumentos  ‘bioterroristas’ mandados a nuestro país por otras naciones hermanas… Pero que un sacerdote se haga vocero de esa calumnia llamando a los migrantes que retornan como ‘trocheros infectados y bioterroristas’ colma no la admiración, sino la vergüenza… No entiendo cómo un hermano sacerdote puede llegar a decir todo eso de unos seres humanos que vienen con indefensión y que tenían, al menos, la ilusión de ser atendidos con caridad por quienes tienen la obligación de atenderlos”.

Usar Twitter como púlpito también es un abuso de poder; mucho más cuando la pretendida autoridad religiosa enmascara el apoyo a una dictadura y desvirtúa los valores de compasión y socorro a los más necesitados. Se trata, precisamente, de esos que huyeron de Venezuela y ahora huyen de la COVID-19.