Uno de los ataques más frecuentes de los medios contra el Estado judío de Israel consiste en descalificarlo como “potencia ocupante” de su propio territorio y reducir a sus ciudadanos a la condición de “colonos”; mientras que todo árabe es “palestino”, no importa su procedencia, además, con derechos inmanentes sobre la tierra que, por alguna razón extraordinaria, también es “palestina”.
La trampa radica en denominar a la misma región con dos nombres diferentes, que son incompatibles, porque, o bien se reconoce la independencia de Israel y “Palestina” no tiene razón de ser o bien se retrotrae el Mandato Británico de Palestina, que desapareció hace tres cuartos de siglo, con lo que se desconoce a Israel y se vuelve a la situación de 1947, previa a la independencia, a la propuesta de los dos Estados, uno árabe y otro judío, que, por cierto, ningún árabe ha aceptado, como si la historia no hubiera transcurrido.
En Latinoamérica se aplica el principio del Uti possidetis iuris de acuerdo con el cual el territorio nacional es el que correspondía a la unidad político territorial de la colonia antes de la independencia, con los ajustes resultantes de tratados celebrados válidamente; pero el imperio británico nunca lo ha reconocido así, prefiriendo un Uti possidetis de facto, que privilegia el control efectivo del territorio por encima de los títulos jurídicos.
En cualquiera de los dos casos, la soberanía de Israel sobre su territorio es indiscutible: una, porque se fundamenta en los límites del Mandato Británico sobre Palestina; otra, porque tiene el control efectivo del territorio, criterio de efectividad que tradicionalmente, en todos los casos, siempre ha reconocido la Corona Británica.
La narrativa de la “ocupación” es insostenible y carece de todo fundamento porque ésta es una relación entre Estados en la que uno de ellos, el Estado ocupado, no desaparece (debellatio) y conserva su soberanía; mientras que el otro, el Estado ocupante, asume determinadas atribuciones de política exterior, de gobierno y administración, como mantenimiento del orden público, policía, recaudación de impuestos, entre otras.
Esta figura tuvo su mayor desarrollo en la Europa ocupada durante la Segunda Guerra Mundial y después sobre la misma Alemania, dividida en zonas de ocupación por las potencias aliadas, hasta muy recientemente que recuperó su status jurídico pleno con el retiro de las fuerzas soviéticas y la reunificación de Alemania Occidental y Oriental.
La occupatio bellica se define como “la permanencia en un territorio de ejércitos de otro Estado que, sin anexionarse aquel, interviene en su vida pública y la dirige”.
El Manual de Oxford sobre las leyes de la guerra terrestre, adoptado por el Instituto de Derecho Internacional, asienta desde su primer artículo que “un territorio es considerado ocupado cuando, como consecuencia de una invasión por fuerzas hostiles, el Estado al que pertenece ha cesado, de hecho, en el ejercicio de su ordinaria autoridad y sólo el Estado invasor está en posición de mantener en él, el orden”.
Asimismo, el III Convenio de La Haya sobre Leyes y Costumbres de la Guerra Terrestre asienta que “se considera territorio ocupado cuando se encuentra de hecho colocado bajo la autoridad del ejército enemigo”.
El reglamento sobre leyes y costumbres de la guerra terrestre subraya que “la autoridad del poder legal pasa a manos de la potencia ocupante”. En general, las normas están llenas de expresiones como “ejército enemigo”, “fuerza extranjera”, “autoridad nacional”, todas sugiriendo una situación hostil, de guerra entre potencias soberanas: “Estados que ejercen el control efectivo de un territorio extranjero”.
Como se ve, esta normativa no es transferible, equiparable o análoga a la situación de Israel respecto a los tan impropiamente denominados “territorios palestinos”. El Reino Unido de la Gran Bretaña a su Real saber y entender creó el Reino Hachemita de Jordania en más de 80% del territorio del Mandato y dejó el resto sin delimitar, como una tarea pendiente a la naciente Organización de Naciones Unidas. El punto es que nadie discute los derechos territoriales de Jordania; pero todo el mundo disputa los de Israel.
Judea y Samaria nunca fueron terra nullius, sino que cayeron bajo dominio de Jordania, como la Franja de Gaza bajo dominio de Egipto, en 1948 y fueron recuperadas por Israel en la guerra de los seis días, en 1967. Jordania renunció a toda reivindicación de soberanía sobre la margen occidental del río Jordán desde 1988 y Egipto sobre la Franja de Gaza mucho antes, desde los acuerdos de Camp David en 1978.
No podrá repetirse lo suficiente que nunca ha existido, no existe ahora y por los vientos que soplan nunca existirá ningún Estado árabe palestino soberano y tanto menos con su capital en Jerusalén, la capital única e indivisible del Estado judío de Israel, por tanto, no puede haber ocupación de un Estado proyectado para el futuro, con efecto retroactivo.
La “ocupación” de Palestina es un bulo, una noticia falsa propalada insistentemente día tras día a cada minuto para convertirla en parte del lenguaje cotidiano, de manera que cualquier moderador de cualquier medio la repite con impavidez como si fuera una verdad revelada, que no se puede discutir, tanto menos refutar.
Su gran importancia radica en que es una mentira fundacional, que sirve de base a otras mentiras que se complementan y refuerzan entre sí constituyendo el entramado de un discurso falaz en el que lo que más se extraña es algo que sea verdad, para poder rebatir, discutir, para no decir siquiera conversar con cierta base racional.
Pongamos por caso la absurda campaña de Pedro Sánchez para crear un Estado palestino. ¿Crearlo? Pero entonces no existe, ¿qué es lo que ocupa Israel? Si no es crearlo, sino sólo “reconocerlo”; pero entonces existe, ¿cuál es el motivo de tanto escándalo?
La cuestión es que cada centímetro cuadrado del supuesto Estado palestino va en detrimento del Estado judío de Israel (los demás proponen y resuelven, Israel paga la cuenta). La propuesta, cualquiera que sea su extensión, supone la secesión del territorio israelí. Para decirlo suavemente, es la partición del Estado, su fragmentación y, a ojos vista, hacerlo inviable, además de todo el esfuerzo que ya han invertido en deslegitimarlo.
Esto es caro a España porque es flagrantemente inconstitucional. Desde su inicio, en el artículo 2, la Constitución proclama la indisoluble unidad de la Nación, patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.
Esto es una combinación de unidad indivisible y autonomía; pero se ve que Pedro Sánchez no cree en ninguno de estos principios, pues lo que propone es división e independencia. No puede ser que jure la Constitución hacia adentro y proponga lo contrario hacia afuera, esa no es la solución que ha establecido España, que vincula a su gobierno y que está obligado a cumplir y hacer cumplir.
Pedro Sánchez remeda los pueblos de Indias: la Constitución se acata; pero no se cumple.