Hay un Brasil que se está extinguiendo a medida que emerge uno nuevo, pero esta transición no se intuye simplemente observando la esfera política. Desde la transición democrática veníamos acostumbrados a detectar en los vaivenes de la vida política e institucional las energías sociales y culturales subyacentes, las ideas que estaban en disputa, los valores y la ética que se ponía a prueba en los nuevos tiempos de los años 1980 y 1990. La vida cultural y social se incorporaba como accesorio a la comprensión de la esfera de la política definiendo elecciones como la de escuchar a Caetano Veloso o a Chico Buarque. Nada escapaba a la política; ni la elección de la pasta de dientes.
Pero la esfera de la política no necesariamente se encuentra en correspondencia con los aspectos sociales y la vida cultural de un país. Esta puede llegar a desvincularse, paradójicamente, de aquello que se crea y transforma en la cotidianidad de las personas, en sus gustos, valores e intereses, de las maneras de encarar sus desafíos, de consumir, de amar y de ser reconocido por cercanos y ajenos.
El mundo del trabajo, la religiosidad o la estética han desarrollado cambios significativos en los últimos 30 años, mientras la esfera de la política parece aún reproducirse en disputas ideológicas entre izquierda y derecha que poco abarcan lo social. Los últimos 20 años de progresismo político en torno a gobiernos de centro-izquierda, materializados en un ciclo de ambigüedades sociales y económicas, desembocaron en un aparente callejón sin salida donde la esfera de la política balbucea por falta de aire.
Parece que se ha agotado su oxígeno y aquello que mantenía su energía eventualmente creadora desembocó en la antítesis de la política, en su negación como juego de la disputa de los libres intereses de ciudadanos en una sociedad democrática. Materializada en batallas identitarias y de los “lenguajes apropiados”, de políticas de “auxilios econômicos” para los más pobres y de acusaciones personales, la negatividad de la política domina a fuerza de superficialidad y falta de creatividad y debate sobre proyectos e ideas políticas. El a priori de todo argumento es el fin de la política como ejercicio, y de la esfera de la política como lugar de creación y transformación de la vida de las personas.
El Brasil que está dejando de existir progresivamente es aquel en el que se creía que las personas vivían en torno a continuas demandas, a conflictos y la comprensión de que en todo vínculo social siempre, en todo momento, está en juego una lógica de poder. Va quedando de lado aquella sociedad crispada a fuerza de la proliferación de situaciones en las que se creía que no habría más cabida a nociones como diálogo, consenso, “mulato”, transición, mezcla, hibridización o encuentro.
El Brasil de la imposición de las perspectivas, donde se determinaba —como si estuviese prefijado— aquello que podía ser dicho desaparece. Hay cierto hastío por el Brasil polarizado donde se lo discute todo y donde se toma posición por todo como si ello implicase ejercer ciudadanía. Hastío por el populismo hard.
Mientras este Brasil se diluye, gran parte de la población ve emerger valores, gustos y estilos de vida que que influyen el mundo del trabajo y la autopercepción de las personas. Músicas, estéticas, la propia esfera de la cultura, indican cómo este Brasil emergente está asociado a los llamados “batalladores” brasileños, millones de personas que vienen construyendo subjetividades y deseos.
Se trata de quienes ya pasaron por las llamadas “políticas compensatorias”, a las que, paradójicamente, intentan no depender. Estos incorporaron cierta ética de la “autoconstrucción” que no necesariamente es el producto de haber visto videos en redes sociales de autoayuda ni por haber internalizado alguna lógica neoliberal para bien del capital, como creen algunos intelectuales.
Tal vez pueda entenderse esta corriente como producto, directo e indirecto, de las iglesias evangélicas y sus múltiples facetas. No hay que olvidar que si en el Brasil de 2010 había poco más de 15% de evangélicos (pentecostales, neopentecostales, etc.), en el de 2020 son 31%, más de 65 millones de brasileños. Según estimaciones, en 15 años los evangélicos serán mayoría entre la población brasileña.
Pero más allá de este dato, el Brasil emergente no se reduce al Brasil evangélico. Está constituido por personas que incorporaron la “cultura de la iniciativa” y que una parte de su identidad está integrada al “ecosistema del emprendedor individual o colectivo”, una característica comprobada en su enorme resiliencia y su capacidad para construir redes de relaciones y de solidaridad, intercambios de bienes y servicios.
En este ambiente, estos “batalladores” se han construido en torno a un discurso en el que no admiten la tutela ni la intromisión, más que nada por una absoluta desconfianza de aquello que no provenga de su propio esfuerzo y accionar. El Estado es una figura distante y próxima a la vez que ejerce un papel poco relevante en el desarrollo de sus vidas personales.
El Brasil emergente no está contemplado en la disfuncional esfera de la política actual. Mucho ha cambiado social y culturalmente en el país en estos últimos 20 años. Ni alienado ni intelectualizado, el Brasil emergente sabe lo que no quiere: que se repitan tragedias. La pregunta que queda es: ¿para las elecciones de octubre de 2022 la esfera de la política mirará hacia las millones de personas de este Brasil emergente?
Carlos A. Gadea es politólogo y profesor del Programa de Postgrado en C. Sociales de Unisinos (Brasil). Doctor en Sociología Política por la UFSC (Brasil). Posdoctorado en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Miami. Profesor visitante en la Universidad de Leipzig (Alemania).
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