A mi madre, maestra de escuela y lectora voraz, Simón Bolívar no le hacía gracia. Simpatizaba más bien con lo que, jocundamente, llamaba el also starring de la película.
En especial, con aquellos héroes o villanos que, habiendo empeñado todo en la guerra de Independencia y mereciendo alguna distinción de la posteridad, no llegaron a ninguna parte.
Así, por sobre Manuela Sáenz, mi vieja ponía a Pepita Machado quien, como mujer de Bolívar en una unión libre que duró hasta la muerte de la Machado, se comió las verdes viviendo a salto de mata en las Antillas con el Libertador. Murió de vómito negro, se presume que en 1819, en un no-lugar del llano venezolano, mucho antes de Boyacá.
Por sobre el Mariscal Sucre, mi vieja ponía al impecune y por siempre oscuro López Méndez, aristócrata caraqueño y arruinado a quien sacan de la cárcel de deudores de King’s Bench para hacerlo mendaz reclutador de mercenarios irlandeses y de oficiales ingleses sobrevivientes de Waterloo.
Fue mi madre quien, a su manera, me enseñó a aborrecer el bolivarianismo, perversa “escatología ambigua”, como la llamó el venezolano Luis Castro Leiva, gran historiador de las ideas. Suma de engañifas patrioteras que solo han servido para el uso político del pasado.
Denunciar la manipulación del pasado es una de los cometidos más nobles que en nuestro tiempo pueda imponerse un intelectual latinoamericano. Es lo que han logrado, cada quien en su propia disciplina, el historiador argentino Carlos Malamud y el venezolano José Rodríguez Iturbe.
En su libro El sueño de Bolivar y la manipulación bolivariana (Alianza, 2021), Malamud disipa el engaño de que “Latinoamérica no se ha integrado porque el imperialismo yanqui y las élites conservadoras no la dejan”. Su persuasivo estudio resalta cuán falso es afirmar que Bolívar concebía como fin último no la independencia de su país sino la integración latinoamericana tal como la concibe el Alba.
Rodríguez Iturbe, por su parte, se ocupa del pensamiento político del Libertador en su libro Bolívar y la gestación de la patria criolla: elipse de una contradicción (Editorial Alfa, Málaga, 2022).
Lo escribió aquí en Bogotá, donde vive exilado desde hace muchos años, durante el confinamiento que impuso la pandemia. En él, Pepe –como lo llamamos sus amigos y él se hace llamar—expone con detalle el catastrófico empeño de concretar autoritariamente los postulados de la constitución que el Libertador concibió para Bolivia y, quizá de paso, para todos nosotros.
A sus 83, Pepe ha escrito y publicado muchos títulos sobre pensamiento político desde que se recibió de abogado en la Universidad Central de Venezuela, a principios de los años sesenta. He leído con provecho muchos de ellos, pero mientras hoy escribo esto me parece estar hablando de dos Pepes.
Al primero lo conocí en Caracas, en los años setenta, en casa de César Miguel Rondón. Pepe y el padre del radiodifusor eran ambos parlamentarios, el uno socialdemócrata y el otro, “copeyano”.
Con pergaminos de familia conservadora y figura importante de la democracia cristiana en la etapa democrática que en Venezuela inauguró Rómulo Betancourt, Pepe fue miembro destacado de la juventud universitaria que, en 1958, contribuyó a derrocar la dictadura de Pérez Jiménez.
Con el tiempo, Pepe llegó a ser presidente de la Cámara de Diputados de mi país, pero, sin duda, su exilio en Colombia ha sido su etapa intelectualmente más productiva.
A poco de llegar yo a Bogotá, pronto hará diez años, asistí a la presentación de la traducción al español que Pepe hizo de un compendio del monumental tratado de Edward Gibbon sobre la decadencia y caída de Imperio Romano. El compendio se debe a Moses Haddas, un notable scholar estadounidense.
Pepe tradujo a Haddas y aportó la brillante introducción que publicó la Universidad de La Sabana. Desde entonces, ha seguido dando títulos a la prensa universitaria, todos ellos decantación de su cátedra de posgrado sobre los totalitarismos. Tengo para mí que su Bolívar emana, justamente, de su interés por el autoritarismo que lo ha convertido en una eminencia en la bibliografía del tema.
El relato que hace Pepe de “los años del Perú” en la vida de Bolívar y su dictatorial desenlace ofrece pasajes estremecedores. Uno de ellos narra la reacción de Bolívar ante un acerbo artículo del liberal francés Benjamin Constant.
Bolivar l’usurpateur tituló Constant su desencantada y durísima denuncia de la dictadura de Bolívar. Fue publicado por Le Courrier français en diciembre de 1828.
Para Constant, nada puede legitimar un poder ilimitado: “cuando un pueblo no está lo suficientemente ilustrado para ser libre, dice, nunca será a la tiranía a la que deberá su libertad”. ¿El comentario de Bolívar, vertido en una carta a Estanislao Vergara?: “El artículo de que Vd. me habla, el más favorable que se ha podido escribir en mi honor, únicamente dice que mi usurpación es dichosa y cívica. ¡Yo usurpador!” Sin embargo, abundan testimonios de cuánto lo afectó el parecer de Constant, cuánto contribuyó a su abatimiento físico y anímico.
Sostiene Pepe que “Bolívar tuvo auctoritas antes de tener imperium. Cuando lo tuvo, los rasgos de personalismo y pretorianismo que imprimió al poder terminaron por erosionar de modo trágico su auctoritas. […] Alentó así, gravemente, la patología militarista que durante dos siglos ha sido el obstáculo más serio para la recta andadura de la patria criolla en una república como Venezuela que nació, por obra de letrados, civil, civilista y civilizada en la Capilla de la Universidad de Caracas”.
Pepe trabaja arduamente en su próximo libro. Le pregunto de qué tratará en él. Responde: “Juan Germán Roscio, Fermín Toro, el doctor José María Vargas y Cecilio Acosta. Nuestros héroes civiles”.