OPINIÓN

El beisbol que tenemos en el país que nos queda

por Ale Marquis Ale Marquis

Nunca olvidaré la primera vez que fui al Estadio Universitario. Tendría yo 8 años, y ya era fanático de los Tiburones de La Guaira. Ese día el juego era contra las Águilas del Zulia. Esa sensación de entrar por un oscuro pasillo gris que termina en la explosión de colores verde, arcilla, blanco, azul y rojo, entre muchos otros, la viví esa vez, y todas las veces que fui al coso de la UCV.  Mi padrino, quien tenía carnet del Sindicato de Trabajadores de la Prensa por haber trabajado en la radio durante muchos años, nos dejó a los cinco niños en unas sillas por los lados de tercera y nos dijo: “Quédense aquí, que ya vengo”. Recuerdo que lo seguí con la vista y lo vi llegar hasta el acceso al palco de prensa. Y segundos después estaba detrás del vidrio del circuito radial de los Tiburones, hablando y riendo a mandíbula batiente con los que ahí se encontraban, especialmente con quien años después identificaríamos los fanáticos de La Guaira como el más grande narrador que haya pasado por el circuito, Musiú Lacavalerie. El ambiente era muy sano. Era tan sano que, imagínense ustedes, se apostaba dentro del estadio con “el Pool de Pulido”. Un señor (¿el mismo Pulido?) se paseaba por las tribunas antes de comenzar el juego. La gente le pagaba una cantidad por un papelito que cuando lo abrías podía decir: “Tercera base del visitante, Inning 5”. Si la primera carrera del juego la anotaba el tercera base del visitante en el quinto inning, el poseedor (o poseedores) de los papelitos con esa combinación ganaban. ¿Cuánto ganaban? Supongo que no sería lo suficiente para comprarse un apartamento en la Caracas saudita de entonces, sino más bien algo simbólico que les traía la satisfacción de ganar un juego dentro de otro juego.

En esa época el beisbol era, sin duda, un espectáculo familiar.

La temporada 2022-2023 del beisbol venezolano que terminó el lunes en la noche con el triunfo de los Leones del Caracas sobre los Tiburones de La Guaira bien puede servirnos como un compendio de señales que nos muestran cuánto ha cambiado nuestro beisbol, o, mejor dicho, cuánto ha cambiado la experiencia del beisbol en nuestro país. En Venezuela, lamentablemente, hemos vivido un proceso de marginalización impulsado por la debacle económica que impactó a todos los aspectos de la vida nacional, y donde nuestro principal pasatiempo no ha sido la excepción. Hemos visto cómo ―ya desde temporadas anteriores recientes― peloteros se subían a pelear bate en mano con fanáticos que les gritaban cosas. En esta temporada vimos cómo un primera base golpeaba por la espalda a un bateador luego de que este conectara su tercer cuadrangular de la jornada. En esa misma tángana un pitcher lanzó una pelota con toda su fuerza a la cabeza de un contrario. Durante la final que acaba de concluir, un joven desde su asiento insulta a un pelotero superestrella de las Grandes Ligas y a su madre que está en las tribunas. Los familiares de este se van a las manos con el joven y sus acompañantes. Otros peloteros ya retirados emiten su opinión por redes sociales y por supuesto el forcejeo continúa, ahora en el medio predilecto para los insultos y amenazas de todo calibre. Es la normalización de la violencia, en el campo, en las tribunas y en las redes sociales.

La Fiscalía dice que abrirá una investigación, la Liga emite sanciones y los locutores internos llaman a la calma. No entienden que el estadio es reflejo del país. Y que su realidad es la misma, donde unos pocos que siempre parecen recién salidos de la ducha acompañados por mujeres despampanantes con cirujano estético de cabecera se sientan en el palco VIP; otros se sientan en las sillas de lado y lado que viven bajo el famoso mantra de “como vaya viniendo, vamos viendo”; mientras que por allá en el fondo, en las gradas donde nadie sabe qué pasa (y probablemente a nadie le importe), esta aquel último grupo que hace un esfuerzo tremendo para estar ahí amansando con sus nalgas el duro concreto y que ni siquiera después de todos estos años han sido merecedores de la instalación de sillas para esas localidades. Otra cosa, ¿por qué a nadie le llama la atención la desmedida comercialización de bebidas alcohólicas en el estadio? Yo quisiera saber en qué espectáculo deportivo y en qué parte del mundo venden botellas de ron, ginebra y whisky. Sin límites de cantidad, “all you can drink” en nueve innings (“ojalá vayamos a extrainnings compadre”). Y no se trata de ser pacatos porque más de una vez fui al estadio y compartimos una botella en familia, pero indudablemente creo que se evitarían muchos problemas si recordamos que el fanatismo y el alcohol sin medida no son buena junta.

El final de la novela del lunes en la noche no pudo ser más dramático y al mismo tiempo desafortunado: Tiburones y Leones empatados van a cerrar el inning 11. El primer bateador del inning por los Leones la saca de jonrón por el jardín derecho para sentenciar el encuentro y darle el título a su equipo. El jugador, en su recorrido a primera, se para frente al dugout contrario y de manera muy gráfica los “perrea” haciendo una serie de movimientos pélvicos de un mal gusto inaudito. El héroe de la jornada. El hombre que con ese batazo se cubre de gloria en la final. El momento cumbre del campeonato, el momento sublime para los vencedores, el dulce sabor de la victoria, ha podido terminar con una pelea absolutamente innecesaria entre los jugadores de ambos bandos.

Así como anoche, los Tiburones perdieron en aquel mi primer juego en el Estadio Universitario. Mi reacción entonces fue llorar. Con mis escasos ocho años desarrollé, desde ese momento, un vínculo afectivo por mi equipo que aún hoy mantengo.

En cambio, anoche no lloré por los Tiburones.

Anoche lloré por la pelota venezolana.