El 22 de octubre del año 1941, hace tres cuartos de siglo, el “Chino” Daniel Canónico, un dios negro, grandote y robusto que se disfrazó de pitcher, derrotó a la novena cubana tres carreras por una para que, contra el vaticinio de entendidos y profanos, e incluso de brujos y astrólogos, Venezuela ganara el Campeonato Mundial de Beisbol. El presidente Isaías Medina Angarita declaró ese día como fiesta y el beisbol tomó, para siempre, el título de pasatiempo nacional, quedando así en los libros de historia, pero sobre todo en la cultura vernácula, convirtiéndose, incluso, en una suerte de cédula de identidad que nos registra como fanáticos de algún equipo, no importa que no sepamos lo que es un pisicorre o creamos que el robo de base es un evento que se sanciona con prisión y la bola ensalivada un gesto de mala educación. Es el deporte que nos abastece de palabras y frases que en muchas ocasiones resultan imprescindibles para contarnos y explicarnos la vida. En suma, los venezolanos estamos hechos de beisbol, de acuerdo con el excelente resumen sociológico expresado hace varios años en la cuña de un refresco.
Dicho sea de paso y como simple curiosidad, Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, el mismo que sentenció al fútbol como cosa de estúpidos, señaló que el beisbol tenía un valor estético, “que era una suerte de libro raro escrito a la vista de los espectadores”.
El derecho a la evasión
Desde hace unos cuantos años, las condiciones del país, marcadas severamente por la política, pusieron en duda la realización de los campeonatos de beisbol, aunque finalmente pudieron llevarse a cabo a duras penas, dando como resultado un espectáculo bastante venido a menos. Y de nuevo este año, la posibilidad de que se realice pareciera enfrentar obstáculos todavía más difíciles, aunque Nicolás Maduro anunció que en los próximos días tendremos el primer juego.
Aún no me acostumbro del todo a este beisbol en tiempos de crisis nacional. No me acostumbro al escaso público, sobre todo en las gradas, que por lo general están completamente vacías. No me acostumbro a un estadio demasiado silencioso. No me acostumbro tampoco a que casi no haya colas para entrar, para ir al baño o para tomar cerveza. Ni al consumo organizado en torno a los puntos de cuenta, acercados hasta el asiento del fanático, ni a ver a algunos otros que pagaban con un fajo de billetes (cuando el bolívar circulaba como moneda nacional), agarrados con una liguita, contándolos fastidiados y desesperados durante largo rato, luego de varias equivocaciones. No me imagino cómo será en esta temporada un beisbol dolarizado, ni quiero imaginarme cómo serán los precios actuales, ni la manía de calcular en cuánto me salen los nueve innings en comparación con la canasta básica o con el sueldo de un profesor universitario. No me acostumbro a no ver los borrachitos de siempre, dado que el dinero no da para excederse en materia de caña. No me acostumbro, así pues, a ver que muchos abandonan el lugar apenas oscurece, pues vivir en una de las ciudades más violentas impone precauciones ilimitadas. En fin, es este, como digo, el beisbol a tono con los apuros y sinsabores que pasamos en las más recientes temporadas, tono que también pareciera alcanzar a los propios peloteros.
Estos ultimos tiempos tan convulsos que nos han tocado, los venezolanos tratamos de refugiarnos en el beisbol para eludir al país desencuadernado y hostil en el que discurre nuestra existencia. Lo hacemos con la pretensión de guarecernos un rato, un rato que dura nueve innings, bien sea en el estadio o frente al televisor e, incluso, junto al radio. Nos cobijamos bajo esa extraña y sabrosa sensación de normalidad y certezas, muestra de que el país también tiene escenarios amables, libres de la desazón que domina la vida nuestra de cada día. Ejercemos, así pues, el derecho constitucional a la evasión (no me acuerdo en qué artículo está establecido), a sabiendas de que el exceso de realidad es nocivo para la salud, mucho más que el cigarro, la comida rápida o el sedentarismo.
Yo feligrés
Perdone, pues, que por enésima vez reitere por esta época en estas mismas páginas, que desde que tengo uso de razón beisbolística hable de los Tiburones de La Guaira, equipo que he apoyado siempre, mediante adhesión que no necesitó de ninguna razón para ser, ni para transformarse, luego, en fidelidad vitalicia y a ultranza, sin condiciones que la sometan, se gane o se pierda, jugando bien o mal, con errores o sin ellos, bateando mucho o poco, sin importar, siquiera, que, en los últimos tiempos, el equipo parezca instalado en la derrota. Es la devoción en la alegría, en la angustia, el suspenso, la desesperación, el temor, el miedo, la zozobra, la tristeza, en la rabia de cada partido.
A los Tiburones les debo mucho de lo más grato de mi vida. Les debo la ocasión para el entretenimiento y la diversión. El motivo para una fe. El arraigo a una causa. El argumento de un sectarismo “light”. La razón basada en un fanatismo inocuo. El asidero para una ilusión anual. La vuelta a la infancia durante nueve innings. La renovación de la esperanza cada octubre. El resguardo de mi sentimentalidad. La identificación con una historia. La solidaridad con una fanaticada anónima, digna, entrañable e imprescindible.
Así las cosas, en las próximas semanas espero estar sentado en el Universitario, el bar más grande de Caracas, como lo describiera el maestro Cabrujas, quien aún con sus dudas y traspiés (siempre se los perdonamos) fue también fanático escualo. Aspiro, desde luego, a que el bar cuente con todas las medidas de precaución que exige la pandemia que nos azota, similares a las que se han adoptado en otros países y en otros deportes.
Prometo, no obstante, echar de vez en cuando una miradita más allá del juego para ver qué pasa en el otro país, pidiéndole al cielo que pronto los venezolanos tengamos una sociedad más tranquila, armoniosa, amable. Menos épica, más normalita, pues, incluso con algunas certezas, como, por ejemplo, saber cuándo será la tradicional temporada de beisbol.
Concluyo, en síntesis, que como feligrés que soy de los Tiburones de La Guaira, les debo parte de la memoria de mí mismo. Pero, por encima de todo, la salvación del horrible dilema de tener que ser caraquista o magallanero.