En crisis como la que actualmente vivimos por el coronavirus, los gobiernos de países afectados –casi todos los del mundo rico, por ahora– colocan en la balanza muchos factores antes de tomar decisiones. Uno de ellos, en los hechos aunque no necesariamente en la retórica, es lo que hacen… los demás.
Nadie quiere salirse de la zona de confort del consenso, salvo cuando los hechos claramente lo ameritan –Irán, pareciera que Italia– o cuando las autoridades se ponen histéricas. Conocimos en carne propia uno de esos casos en 2009, cuando el provincianismo de Calderón y de su equipo llevaron al país a adoptar medidas que ningún otro puso en práctica, sobre todo nuestro vecino del norte. Me provoca cierta simpatía la actual frialdad y hasta indiferencia con la que López Obrador ha encarado la pandemia, sobre todo en contraste con las exageraciones injustificables de Calderón. Pero es obvio que en algún momento México deberá hacer más o menos lo mismo que haga Estados Unidos, los demás países de Europa, Canadá, y unas cuantas naciones latinoamericanas.
Estas naciones tal vez implementarán medidas cada vez más draconianas. Cuando eso suceda, debido a un mayor número de decesos, o al contagio de un personaje público de primera línea, o a un brote masivo en una determinada localidad sin conectividad evidente con el resto del mundo, México deberá proceder en consonancia. Allí comenzarán las verdaderas dificultades.
Las primeras industrias afectadas por el virus han sido las que tienen parte de sus cadenas de suministro en China, las aerolíneas y las que se dedican al turismo en general. México es un país donde estos sectores son especialmente importantes y vulnerables. El spring break de los norteamericanos está a la vuelta de la esquina, y las universidades ya aconsejan que los estudiantes se abstengan de viajar. Líneas como Aeroméxico y United anuncian tarifas promocionales. Los cruceros, que habían vuelto a Cozumel, Cancún, Puerto Vallarta y Mazatlán, empiezan a suspender viajes. Los cruces transfronterizos en el norte van a reducirse, al temer los oriundos que no puedan volver a Estados Unidos si se decreta una cuarentena en estados como Texas y California.
Todo esto significa que probablemente sea insostenible la “serenidad” de la 4T, y que los efectos del virus en México, más allá de las caídas de las bolsas, del peso y de las exportaciones, serán significativos. Como tantas otras cosas que le suceden a distintos gobiernos en distintos momentos, no es, por ahora, culpa de López Obrador. Pero no quita que si su programa de gobierno ya se había visto seriamente comprometido por la contracción económica, la desinversión privada y extranjera (según los datos de Banxico, no de SE) y la insólita incompetencia de las autoridades, ahora dicho programa ha tal vez quedado herido de muerte.
Muchos estaremos dispuestos a creerle a Hacienda que compraron coberturas petroleras para 100% de las exportaciones, aunque sería más fácil si no hubieran reservado el volumen cubierto. Pero el impacto del conjunto de factores económicos –más que otros, el turismo– sobre el comportamiento del PIB, del comercio internacional, del crédito, de la inflación, y de los ingresos gubernamentales, puede ser devastador. Dicho programa debió haberse tirado a la basura desde que se concibió, pero si la terquedad (de AMLO) y la cobardía (de sus colaboradores) lo impidieron antes, difícilmente lo salvarán ahora. Serendipity.
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