Suelo preguntarme, y no en contadas ocasiones me ha tentado la posibilidad de interrogar a quienes presumo se interesan en este recurrente divagar en torno a la tragedia venezolana, si no estaré, como se dice comúnmente, y valgan las frases hechas, predicando en el desierto o arando en el mar, pues, tal reza el refrán, no por mucho madrugar amanece más temprano, y poca o ninguna autoridad parecieran tener las palabras (al menos las mías) frente al poder disuasorio de las armas y del pánico a ser contagiado por la peste amarilla. Sin alivio al desasosiego, y a fin de no fatigar al invisible lector remachando una vez más lo concerniente a la podredumbre nicochavista o chavo madurista, las mismas miasmas son, o al delirio conspiranoico del ciudadano Trump, bye, bye, Mr. America!, decidí cambiar de tercio y dedicar la faena de esta semana al creativo quehacer del cardiólogo e inventor neoespartano José E. Herrera M.D. F.A.C.C.
Sobran razones para acometer el antedicho propósito. Me limitaré a enumerar tres: primero, la sobresaturación informativa inherente al coronavirus y el consiguiente paso a segundo plano de otros males y trastornos de salud tan letales como la pandemia, entre ellos, la insuficiencia cardíaca, la cual afecta a 2% de la población mundial, es decir, a aproximadamente 160 millones de personas; después, la voluntad manifiesta, inmanente en las indagaciones, hallazgos y propuestas del Dr. Herrera, de mejorar sustantivamente la calidad de vida de quienes padecen la mencionada cardiopatía, minimizando el uso de fármacos, cirugías y artilugios reguladores; y, last but not least, porque se trata de una notable invención de un científico venezolano, y el orgullo nacional y nuestra autoestima colectiva no pueden ni deben sustentarse exclusivamente en el virtuosismo, las hazañas y la belleza de músicos, deportistas y misses.
En Margarita se le conoce simplemente como «Cheo» Herrera, mas no se trata, cual podría derivarse de tan confianzudo tratamiento, del socorrido médico de provincias protagonista de edulcoradas novelitas y lacrimógenas películas equívocamente nombradas «del corazón» —las siglas F.A.C.C. (Fellow, American College of Cardiology) certifican su solvencia y seriedad—, sino de un profesional de prestigio, ganador de premios nacionales e internacionales a la innovación cardiovascular, miembro de las sociedades europeas y americanas de insuficiencia cardíaca (EHFSA y HFSA) y poseedor de 7 patentes (3 americanas, 2 europeas, una rusa y una suiza), que aseguran la propiedad intelectual de sus logros en procura de alternativas a la medicación y la cirugía convencionales para el tratamiento de la afección que impide al corazón bombear sangre con la eficacia requerida por el organismo. De esa búsqueda daba cuenta, en 2016, un reportaje publicado en El Impulso de Barquisimeto. En la información del diario larense se leía: «Una importante investigación se realiza en tierras venezolanas, con el inicio del Protocolo de Estudio de una nueva estrategia para el tratamiento de la insuficiencia cardíaca, que se empezó a realizar por primera vez en un ser humano, con el aval científico de la Asociación de Cardiología. José “Cheo” Herrera, médico cardiólogo venezolano, reconocido como el maestro de la vena cava en el mundo, fue el propulsor de esta investigación y de la fabricación de un catéter de dos vías, el cual porta un balón que es capaz de regular el flujo sanguíneo al corazón que han denominado el Dispositivo Herrera».
La idea del catéter balón caval regulador de flujo —balón Herrera—, etiquetada de revolucionaria y milagrosa por algunos comunicadores, como yo, poco conocedores de los arcanos de la anatomía y escasamente ejercitados en el oficio de la divulgación científica —actividad elevada en nuestro país a la categoría de género periodístico por Arístides Bastidas— se gestó, según palabras del médico margariteño en entrevista concedida a la Dra. Emilia Martínez, «con el objetivo de mimetizar el modelo natural espontáneo regulador de flujo existente en la unión cavo diafragmática derecha, llamado estenosis dinámica de cava inferior (VCI), descubierto en nuestra unidad de cardiología, donde pudimos comprobar beneficios clínicos como cambios de la clase funcional del paciente con insuficiencia cardiaca, disminución de las readmisiones a la emergencia y disminución importante de la cantidad de medicamentos, especialmente diuréticos. El dispositivo en sí tiene un diseño especial en forma de gota, es de poliuretano (para reducir las trombosis) y, en su superficie, tiene unos surcos que permiten el flujo caval en caso de oclusión total sostenida cuando el paciente realiza maniobras cual la valsalva (exhalación de aire con la glotis, la boca o la nariz cerradas), tose, ríe o levanta peso durante lapsos prolongados. El balón va conectado a un catéter de 2 vías, una para inflación y otra para avanzar hasta el sitio donde ejercerá su función de regulación de flujo caval. Este catéter puede ser empleado para uso agudo y crónico, bien por vía venofemoral o por vía subclavia, dependiendo de la necesidad del paciente y la estrategia terapéutica a corto o largo plazo».
No proponían las líneas precedentes una detallada y minuciosa descripción del proceso que condujo del descubrimiento de una solución factible al problema del flujo deficitario de sangre a la invención del balón de contrapulsación. Tampoco pretendían explorar en profundidad los alcances de un proyecto cuyos intríngulis son esquivos a los no iniciados en el mester hipocrático. Las instituciones académicas y científicas calificadas para ello han reconocido y laureado su invaluable potencial. En Israel se le confirió el premio ICI (Innovación en cardiología intervencionista), y en Estados Unidos y Europa hay solicitudes de patentes en curso dirigidas a producir masivamente lo que me atrevo a llamar válvula salvavidas. En tanto tal, el mismo ha de sortear los intereses crematísticos de la industria farmacéutica y los no menos pecuniarios de los mercaderes de cirugías invasivas. Semejante asimetría competitiva me recuerda una anécdota referida por el diseñador e inventor estadounidense Buckminster Fuller en conferencia dictada en el auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela a finales de la década de los sesenta del pasado siglo.
El creador de las cúpulas geodésicas autoportantes, para quien diseñar consistía en hacer lo máximo con lo mínimo, había patentado al menos 28 invenciones a lo largo de su vida, entre ellas un automóvil de bajo consumo de combustible, pensado para aparcar de lado en espacios pequeños, sin necesidad de avanzar o retroceder. Uno de los gigantes de la industria automotor de Detroit —General Motors, creo— se interesó en el ingenioso vehículo y le compró a Fuller la licencia correspondiente… ¡para no fabricarlo jamás! No pudo en esa ocasión vencer David a Goliat.
En lo inmediato, el procedimiento concebido por el maestro de la vena cava ha de demostrar su seguridad a la Food and Drugs Administration (FDA), mediante un estudio en el Texas Heart Institute (Houston, Texas), a objeto de obtener la necesaria aprobación con miras a poner al alcance de quien lo necesite un producto —el balón Herrera— de utilidad universal y probada eficacia. Y hasta aquí llegamos. Solo resta esperar que la información vertida aquí, con las previsibles tachas propias de un lego en temas biológicos, pueda ser corregida y aumentada por quienes en este y otros medios cubren las fuentes de ciencia y tecnología. De ser así, puedo despedirme, dándome por satisfecho; pero, antes del hasta luego, es preciso aclarar que, a pesar de haber copiado fielmente los textos en cursivas, los errores u omisiones susceptible de macular la presente reseña deben cargarse a mi cuenta. Ciao! Hasta el domingo próximo, si el tiempo, la pandemia, la mafia roja y, naturalmente, el corazón lo permiten.