No recuerdo hace cuántos años, muchos en todo caso, nos encontramos sentados el uno al lado del otro, transitando el calvario de un trámite administrativo. Después de un rato en el que ambos nos limitábamos a ver el techo, iniciamos una conversación marcada por las trivialidades habituales en estos casos —uf, que gentío, hace mucho calor, esto va para dos horas, coño, donde quedará el baño— hasta que por fin caí en la cuenta de que era él, el mismo que había visto y admirado en el estadio y en la televisión, aunque ahora lucía algo gordo y canoso, pero dejando ver todavía rastros del gran pelotero que había sido.
Fue integrante del equipo de Tiburones de La Guaira desde mediados de la década de los sesenta hasta mediados de los setenta, desempeñándose unas cuantas temporadas junto al campocorto Enzo Hernández e integrando con él, de acuerdo con la opinión de los especialistas, una de las mejores combinaciones para doble play en la historia de la pelota criolla.
I
No le alcanzó el tiempo para jugar en la época de la llamada “guerrilla guaireña”, durante los ochenta, bajo la conducción del manager dominicano Oswaldo Virgil, expresión de una manera particular de jugar que fielmente describió el jugador Norman Carrasco: “Somos un equipo que debe arañar para hacer las carreras, un jitcito por allá, un machucón, un bateo y corrido, un robo”. O como lo escribió con maestría el periodista Carlos Valmore Rodríguez: “Una emboscada aquí, correr, esconderse, volver a emboscar, retirarse, minar sin que el enemigo lo note. Pegar e irse. El Vietcong”.
Sin embargo, siempre creí que mereció estar en la “guerrilla”. Por sus características y por su espíritu hubiese encajado perfectamente dentro de ese conjunto.
II
En fin, todos coinciden en que fue un gran jugador, como lo prueba el hecho de haber sido designado miembro del Salón de la Fama del Beisbol Venezolano; además, por si fuera poco, de que jugó varias temporadas en las Grandes Ligas. Sobresalió también como manager, sobre todo de equipos juveniles, llegando a dirigir en varias ocasiones y con indudable éxito a la selección venezolana en competencias internacionales, consiguiendo incluso la medalla de oro para el país en el Mundial Juvenil celebrado en 1997, en Argentina.
Me enteré, por cierto, que en algún momento fue manager de una selección en la que figuraba Nicolás Maduro como primera base, quien como es sabido no llegó muy lejos en su carrera deportiva, hecho que no pocos venezolanos lamentan, puesto que es evidente que en donde juega actualmente no lo hace bien, dicho sea esto con el debido respeto.
III.
En el transcurso de la plática yo casi no hablé, me parece que no alcancé ni a decirle mi nombre, menos que menos el número del celular para comunicarnos. Llegando al noveno inning de nuestra conversación, un poquito antes de que nos llamaran para atender nuestras respectivas solicitudes, me contó la etapa política de su vida. Participé en la política por la gente, algo así me dijo. Fue elegido a través del PSUV como concejal en Puerto Cabello y tuvo a su cargo la presidencia del Instituto de Deportes de la alcaldía, en esa misma ciudad.
Fue, esta que cuento, una conversa interesante y amena, memorable para mí, ciertamente. Nos despedimos con la seguridad, no sé por qué, de que pronto nos volveríamos a ver, cosa que nunca ocurrió. Nos dimos un abrazo y cuando se iba hacia su carro lo tomé por el hombro y le dije que yo era fanático de los Tiburones de la Guaira. Lo supe apenas te vi, me dijo con una sonrisa del tamaño de toda su cara. Ha sido, lo confieso, uno de los mayores elogios que puede recibir un tipo como yo, para quien la militancia en el conjunto escualo es una grata arbitrariedad que, con el transcurso de los días, se ha ido convirtiendo en una suerte de feligresía que rubrica su vida.
Remigio Hermoso, con quien sostuve la charla que refiero en estas breves líneas, falleció la semana pasada, a los 73 años, cerca de la mitad de ellos dedicados a mostrar cómo se juega buen beisbol y un poco más de la mitad de los otros que le concedió la vida a enseñarnos cómo se es una buena persona. Se nos fue el Azabache Negro, como lo llamaba a veces el Musiú Lacavalerie, dueño de una casi infinita capacidad para colocar apelativos e imaginar frases ingeniosas en la narración un juego de beisbol.