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El asilo contra la opresión

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Chile

Esa es una de las promesas del Himno Nacional de Chile, mi patria natal. Con ella, junto con repudiar a los regímenes opresores, se ofrecía un lugar de refugio a quienes eran víctimas de esa persecución. No era, simplemente, una promesa hueca, sino un compromiso que, durante mucho tiempo, fue asumido con seriedad. Miles de republicanos españoles, algunos de ellos llegados en un barco fletado expresamente para ese efecto -el Winnipeg-, así como bolivianos, uruguayos, argentinos, peruanos, y otros, encontraron en Chile una tierra que les acogió con generosidad, y que recibió, a cambio, el trabajo y el esfuerzo de sus hijos adoptivos. En otras épocas, más de un venezolano se valió de ese asilo contra la opresión, y algún intelectual o dirigente político venezolano nació en Chile mientras duró el exilio de sus padres. Consecuente con esa tradición, teniendo en cuenta el momento que hoy vive Venezuela, en 2018, el gobierno de Chile implementó una “visa de responsabilidad democrática”, para los migrantes venezolanos que quisieran radicarse en ese país. Pero ya no más; algo se acabó de ese programa: o la responsabilidad, o la solidaridad y el compromiso con los valores democráticos. Ahora son otros tiempos, y es otro el discurso político. El 25 de abril pasado, con el primero de quince vuelos contratados para ese efecto, se iniciaron las deportaciones masivas, con un primer grupo de venezolanos que habían ingresado irregularmente al país, y que, esposados, como si fueran delincuentes, fueron escoltados hasta que abordaron un avión con destino a Caracas. Los chilenos no podemos mirar estos hechos con indiferencia, y mucho menos con orgullo.

Vivimos tiempos difíciles, y comprendo que cualquier país de acogida deba tomar medidas ante el ingreso masivo de extranjeros que huyen de una catástrofe humanitaria creada por un gobierno irresponsable. Admito que no cualquier país está en condiciones de recibir a esos inmigrantes, que a veces llegan por miles, y cuya presencia puede hacer colapsar los servicios públicos, y puede crear tensiones en pequeñas localidades. Soy igualmente consciente de que nadie tiene derecho a ser recibido en un país del cual no es nacional. En la forma como está organizada la sociedad internacional actual, no tenemos libertad para ingresar en el territorio de otro Estado, y no hay instrumentos internacionales que nos confieran el derecho a establecernos en un país del que no somos ciudadanos. Pero sí hay instrumentos internacionales que prohíben las deportaciones masivas, y mucho más si ellas son discriminatorias. Además, hay elementales consideraciones de humanidad que siempre habrá que tener en cuenta. Que un ser humano llegue caminando desde un país lejano, sin otra pertenencia que lo que lleva puesto, es una de ellas; que provenga de Venezuela, un Estado fallido gobernado por los pranes, carente de libertad, de seguridad, de alimentos y de medicinas, es otra.

Ingresar irregularmente a un país no es un crimen tan grave, que no se pueda remediar administrativamente, y que obligue a las autoridades de un Estado a ignorar los valores de la compasión y la solidaridad. Tampoco es un acto que justifique tratar a esas personas como delincuentes, agregando la humillación a lo que ya es una tragedia personal y nacional. Si otros seres humanos hubieran llegado a las costas de Chile, en una nave desvencijada y sin víveres, o si fueran los sobrevivientes de un avión que se estrelló en la cordillera de los Andes, ¿los hubieran tratado igual?

Chile también vivió una tiranía semejante a la que hoy sufre Venezuela, y muchos de sus ciudadanos debieron huir del crimen y la persecución a la que les sometió una dictadura implacable. El presidente Piñera, y quienes hoy le acompañan en el gobierno de Chile, no tuvieron esa desdicha. Mientras los dirigentes de la UDI estaban ocupados en proporcionar el sustento ideológico del régimen de Pinochet, millares de chilenos tuvieron que abandonar su patria, buscando un sitio en donde rehacer sus vidas, y muchos de ellos encontraron refugio en Venezuela. Éste era el momento de saldar una deuda de gratitud con la nación que acogió a Isabel Allende, Sergio Bitar, Aniceto Rodríguez, Claudio Huepe, Jaime Castillo Velasco, Eduardo Vio Grossi, Esteban Tomic, Eduardo Novoa Monreal, Héctor y Humberto Duvauchelle, Julio Jung, Carlos Matus, Pedro Cunill Grau, Orlando Letelier, y a miles de chilenos anónimos que, en esta tierra, se reencontraron con la libertad, con un empleo, y con el progreso económico y social que ofrecía la Venezuela de entonces. El espectáculo de deportaciones masivas de venezolanos, aunque no se admita, en forma expresa, que se les deporta por ser venezolanos (o por ser venezolanos pobres), no era la respuesta que se esperaba de un pueblo agradecido, ni es algo que nos enaltezca como chilenos.

No es solamente en su Himno Nacional que Chile ofrece “el asilo contra la opresión”. «Si vas para Chile», una de las tonadas más populares, con la que se identifican los chilenos en el extranjero, asegura que “campesinos y gentes del valle, te saldrán al encuentro viajero, y verás cómo quieren en Chile, al amigo cuando es extranjero”. Eso era parte de la cultura de los chilenos; ese es uno de los rasgos que nos hacía sentirnos orgullosos de nuestro talante acogedor, y confío en que siga siendo así. Espero que el gobierno de Chile sepa rectificar una medida que, por lo menos, puede ser calificada como trato inhumano, y de la cual yo, como chileno, me siento avergonzado.

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