Jorge Eliécer Gaitán nació en Bogotá en 1903, y murió a los 45 años, un 9 de abril de 1948, de manera tan violenta y abrupta que su nombre, en el imaginario colectivo colombiano, se ancló de inmediato a la tragedia. Porque esa es la paradoja de Gaitán: vivió y murió, como casi todos los grandes, entre la exaltación y la condena, en un país donde las sombras de los mitos y los recuerdos convierten la política en una guerra de voces calladas que se entrelazan a través del tiempo. Hoy, casi 80 años después de su asesinato, sigue siendo, en la memoria de muchos, el líder que no fue, el héroe que se fue demasiado pronto, el hombre que soñó con un país distinto y terminó siendo el catalizador de un estallido de violencia que transformó para siempre la historia de Colombia.
Gaitán no llegó a la política como llegan la mayoría de los políticos colombianos. No tenía el peso de una herencia de poder, ni el respaldo de grandes fortunas o estructuras de partido. Era, por el contrario, un hombre de origen humilde, hijo de una familia de clase baja que, según sus biógrafos, vivió en condiciones precarias en Bogotá. Lo que sí heredó fue una fuerte convicción moral, casi a prueba de todo, moldeada por su padre y el ethos de una nación que aún se encontraba buscando su identidad. Desde su juventud, Gaitán se forjó con la idea de que el país debía cambiar, de que la política no podía ser una mera representación de intereses ya preestablecidos, sino un espacio de transformación social. No era un hombre común, aunque a menudo se presentaba como uno de los suyos: un hombre de pueblo, un orador imponente, capaz de conectar con las multitudes.
El hombre que desafió el orden y la historia de Colombia
A lo largo de su vida, Gaitán acumuló enemigos. La oligarquía le temía, los políticos de la época lo miraban con desdén, pero el pueblo, el verdadero pueblo, el que nunca tiene voz, lo convirtió en su ídolo. Así llegó al Congreso, a través de su denuncia constante contra la corrupción, contra las estructuras de poder que mantenían el país sumido en la pobreza y la desigualdad. Para las élites, Gaitán era un fenómeno incómodo, el hombre que se atrevió a desafiar el statu quo. Pero para los obreros, para los campesinos, para los desheredados, él era la única voz de esperanza. Y en un país como Colombia, donde las divisiones políticas han sido tan profundas y las tensiones sociales tan intensas, ese tipo de líderes no solo causan admiración, también producen una inmensa dosis de miedo. Porque un hombre como Gaitán, que se erige como un líder de la resistencia, no puede ser solo ignorado: debe ser aplastado.
Quizás por eso el 9 de abril de 1948, cuando Gaitán fue asesinado a tiros en pleno centro de Bogotá, se dio el desbordamiento de una violencia que ya había estado incubándose en el país durante años. El «Bogotazo», como se conocería el estallido, no fue solo una rebelión popular. Fue el reflejo de todo un país que había acumulado tanto odio, tantas frustraciones, tantas heridas no cerradas, que la muerte de Gaitán parecía la chispa que detonaba un fuego que se había estado gestando por generaciones. Para muchos, su asesinato no fue solo el fin de una vida, sino el comienzo de una guerra. Un símbolo de lo que Colombia podría haber sido, pero nunca fue. Un país dividido, desgarrado por su propia historia.
¿Y qué queda después de la muerte de Gaitán? Un mito, por supuesto. No hay duda de que su figura se mitificó a partir de su muerte. Como todos los mitos, la memoria de Gaitán creció con el paso del tiempo, tomando una forma que no tiene nada que ver con el hombre real. La memoria colectiva lo abrazó como el gran líder caído, el hombre que nunca pudo gobernar, el que nunca tuvo la oportunidad de cumplir sus promesas. Hoy, Gaitán se sigue viendo a través de un cristal empañado. Para unos, sigue siendo el defensor de los más desfavorecidos, el héroe de la justicia social. Para otros, fue un revolucionario peligroso, un hombre que puso en riesgo las estructuras de poder del país y, al final, provocó una de las crisis políticas más graves de la historia colombiana. Sin embargo, lo que es innegable es que, como muchos otros grandes personajes de la historia, Gaitán no dejó de ser un hombre de contrastes, alguien que, de un modo u otro, sigue planteando interrogantes sobre lo que podría haber sido Colombia.
Gaitán no murió solo físicamente; la idea de Colombia que defendía también parece haberse desvanecido con él. La violencia que siguió a su muerte, la violencia que devastó a Colombia durante décadas, tiene un eco de su ausencia, de lo que pudo haber sido si su visión de una Colombia más igualitaria y democrática hubiera tenido la oportunidad de concretarse. Pero, claro, las oportunidades nunca se presentan cuando uno las necesita, y la historia nunca es justa con los que, como Gaitán, pretenden modificarla.
El eco de una pregunta sin respuesta
En la biografía de Carlos V. A. Gómez: Gaitán: Biografía de un líder (1984), se nos presenta a Jorge Eliécer Gaitán como una figura tan compleja y contradictoria que parece más una pregunta sin respuesta que un hombre de carne y hueso. En muchos sentidos, Gaitán sigue siendo una incógnita, un ser que, a pesar de sus profundos esfuerzos por cambiar el destino de un país, nunca logró explicarse por completo. Un hombre que luchó contra los vicios y las corrupciones del sistema, pero que, al mismo tiempo, parece haber sido víctima de su propio mito. Y sin embargo, lo que es indiscutible es que, aunque no entendamos todo lo que representó, su figura sigue siendo una referencia central en la historia de Colombia. Un faro, tal vez roto, pero aún ardiendo, que continúa guiando la memoria de un país atrapado entre sus deseos de cambio y sus temores más profundos.
Gaitán, más que un líder político, fue la manifestación misma de una esperanza no cumplida. En él, Colombia veía la posibilidad de un futuro más justo, pero también la sombra de un país incapaz de abrazar ese futuro, quizás porque nunca hubo la suficiente voluntad para asumir el sacrificio necesario. Y lo que, al principio, parecía ser la encarnación de un sueño colectivo, terminó por transformarse en un fardo insoportable. Gaitán fue, para muchos, un hombre que representó una Colombia mejor, pero también un peligro mortal para quienes se beneficiaban del statu quo. La paradoja de su figura se amplifica con su muerte: un héroe para unos, un villano para otros. Y, al final, su asesinato no fue solo el fin de un hombre, sino el comienzo de una fractura irreparable en el país. La historia de Colombia, desde ese 9 de abril de 1948, quedó suspendida en un punto de inflexión, donde el pasado ya no podía ser el mismo, y el futuro se oscurecía en una niebla de violencia.
Juan José Hoyos, en su novela La masacre de los lunes (1995), captura de manera impresionante el impacto de esa muerte. Al describir el 9 de abril como el día en que Bogotá dejó de ser una ciudad y se convirtió en «un campo de batalla», Hoyos nos ofrece una imagen cruda y desgarradora de la violencia desbordada. La ciudad que, hasta ese momento, había vivido bajo una falsa calma, se transforma en un caos que, como una infección, se esparce rápidamente y se adueña de cada rincón, cada calle, cada mente. Como dice Hoyos, las barricadas, esas líneas de resistencia improvisada, no solo son el símbolo de una rebelión, sino de una ruptura mucho más profunda. Son las marcas visibles de una sociedad desgarrada, las huellas de una fractura que ya no se podría reparar.
Lo que el Bogotazo revela en su momento de furia es algo que, a pesar del paso de los años, sigue presente en la memoria de Colombia: un país que se encuentra atrapado entre sus aspiraciones de justicia y la crueldad de un sistema que no está dispuesto a ceder. La violencia no surge de la nada, no es un accidente, sino la acumulación de años de frustraciones, de promesas incumplidas, de un poder que se aferra a su control mientras todo se deshace. Como las barricadas de Hoyos, el Bogotazo es una explosión de rabia que marca un antes y un después. Y, como un volcán que ya no puede detenerse, esa violencia se transforma en la nueva norma, en la nueva verdad que define la historia del país.
Hoyos, en su obra, no busca redimir a nadie ni ofrecer respuestas fáciles. Su mirada es directa, casi brutal, y no se conforma con las explicaciones simplistas. Nos obliga a enfrentarnos al momento en que todo se rompió, sin edulcorantes ni consuelo. Porque, al final, como nos recuerda el autor, la violencia no desaparece simplemente. No se resuelve ni se olvida. Se acumula, se transforma y, tarde o temprano, estalla. Y lo que parece una catástrofe, una irrupción incontrolable, es, en realidad, el reflejo de algo mucho más profundo: una historia que se repite, una herida que no cicatriza.
Es entonces cuando entendemos que los gritos de la multitud, esos que Hoyos describe con tal intensidad, no son solo ecos del pasado. Son la advertencia de lo que podría suceder de nuevo, la señal de que la historia, como un ciclo interminable, puede regresar en cualquier momento. Y cuando lo haga, no habrá respuestas fáciles, ni explicaciones que nos salven. Solo quedará la memoria de los muertos, la memoria de los que ya no están, y la sombra de un líder que nunca pudo ser comprendido, pero que sigue siendo, en cierto modo, la pregunta pendiente de Colombia.
El último paso de Gaitán
La figura de Gaitán, tan inmensa como inaccesible para la mayoría, se movía entre la multitud con una seguridad que no era común en aquellos tiempos. Parecía un hombre hecho para desafiar a la muerte, y, sin embargo, él mismo se entregaba a ella con una indiferencia que desconcertaba. No obstante, no era temeridad lo que lo impulsaba, sino una extraña combinación de convicción y destino, como si estuviera destinado a caminar hacia lo inevitable sin freno ni titubeo. A pesar de las amenazas, tantas y tan constantes que formaban parte de su vida cotidiana, Gaitán no alteraba su paso. Seguía su rutina con la misma determinación con la que había asumido su lucha política: sin miramientos, sin dudas. Ese día no era distinto a otros, y sin embargo, lo era todo. Caminó hasta el Edificio de la Federación de Trabajadores de Colombia (FENALCO) como si nada pudiera detenerlo. Apenas unos pocos guardias lo acompañaban, como figuras diminutas a su lado, incapaces de protegerlo de la magnitud del peligro que lo acechaba. Pero él no parecía percatarse de la amenaza. La muerte lo rodeaba, pero Gaitán era inmune a ella, como si creyera que su destino no cabía en los márgenes de una bala o un golpe de suerte.
A la 1:00 de la tarde el reloj del destino dio la señal. Un solo disparo, como un latigazo, rasgó el aire de Bogotá, un aire que en un instante se transformó en silencio absoluto, como si la ciudad misma se hubiera detenido en un esfuerzo por entender lo que acababa de ocurrir. La calle 16, esa arteria bulliciosa y vibrante, se sumió en la calma mortal de la sorpresa. La gente, en su mayoría, no comprendió de inmediato lo sucedido, pero enseguida el grito del espanto, que parecía salir desde el mismo fondo de la tierra, se alzó, recorriendo la ciudad entera, hasta inundar los rincones más remotos. Fue un grito tan agudo, tan desgarrador, que casi parecía interrumpir el tiempo mismo.
Y allí estaba él, Gaitán, un gigante derrumbado, que caía al suelo con la inevitable pesadez de quien se ve arrastrado por el peso de su propia grandeza. Ramón Jimeno lo describió con la precisión de quien presencia lo inenarrable: «La conmoción fue inmediata, pero lo más impactante no fue el disparo en sí, sino ese instante en que el líder cayó, como si un gigante se desplomara ante la mirada impotente de quienes lo rodeaban». Un solo disparo, y todo terminó. La historia que había estado tejiendo con la hilos de su vida se cortó de un solo tajo, dejando a la ciudad, al país, a los miles de sus seguidores, atrapados en el desconcierto y la impotencia.
El hombre que apretó el gatillo
Juan Roa Sierra, el asesino material, se convirtió en una figura misteriosa, casi etérea, como esas presencias fantasmales que parecen existir más allá del tiempo y el espacio, como si nunca hubieran formado parte del mundo real. En su rostro, aquellos que lo vieron de cerca reconocieron la desesperanza, no tanto de un individuo, sino la desesperanza colectiva de un pueblo que ya no entendía los motivos detrás de su propia existencia, que ya no sabía en qué creer ni en qué confiar. ¿Quién era Roa Sierra realmente? Un hombre atrapado entre los hilos invisibles de una historia que lo había arrastrado, o simplemente un instrumento de una venganza más grande que él mismo, una sombra que se había materializado en el momento más oscuro de la historia reciente del país.
Algunos decían que Roa Sierra fue un hombre manipulado, un peón sin voluntad en un juego mucho más grande, una pieza que, sin saberlo, fue movida en un tablero de poder donde los verdaderos jugadores nunca se muestran. Otros, sin embargo, sostenían que su acto respondía a algo más personal, más profundo, algo que se gestaba en la rabia de los que se sentían traicionados por el mismo sistema que decían defender. Para estos, el asesinato de Gaitán no era solo un crimen político, sino una venganza, un deseo oscuro de devolver con sangre lo que se consideraba una traición a los ideales populares. Pero, ¿era Roa Sierra simplemente un loco? ¿Un hombre fuera de sí, un ser irracional que había tomado la vida de Gaitán sin más razón que la delirio? No. Eso sería demasiado fácil. Roa Sierra no era un loco; era una sombra, y como tal, actuó. Una sombra que, por un instante, se materializó y trastocó la historia con un solo gesto, con el giro de su muñeca, con el disparo que quebró la esperanza de miles.
«Su vida -relata Ramón Jimeno- había estado marcada por la desesperanza, y algunos dicen que vio en el asesinato de Gaitán una forma de vengar lo que él consideraba una traición a los ideales populares.» Venganza, desesperanza, ideales: tres palabras que, al final, son solo un eco lejano de lo que realmente ocurrió. La verdad, como siempre pasa en esos momentos, se pierde entre las versiones contradictorias, entre las leyendas y las narrativas, entre lo que se quiere creer y lo que realmente ocurrió. Roa Sierra dejó de ser un hombre para convertirse en algo más, una representación de lo que ocurre cuando un pueblo se siente aplastado por sus propios fantasmas, cuando se olvida de sí mismo.
El Día que Bogotá se Sumió en la Sombra
El Bogotazo fue un punto de quiebre en la historia de Colombia. La bibliografía sobre el tema refleja cómo ese día, y sus consecuencias, transformaron la vida política, social y cultural del país, dejando cicatrices profundas que aún hoy siguen siendo tema de estudio y reflexión. Su contenido nos da una idea de la complejidad de los efectos del Bogotazo, junto con el asesinato de Gaitán, y cómo este evento sigue marcando el imaginario colectivo de la nación colombiana.
Era un día común, o eso parecía. Un viernes cualquiera en Bogotá, aunque, si uno se detiene un instante, se da cuenta de que quizá ningún día lo es realmente, ni común ni nada. La ciudad, en su silencio matutino, parecía como esas películas en las que la calma es la antesala de una explosión. O, si se prefiere una imagen más acorde con la atmósfera de ese viernes 9 de abril de 1948, como una sombra que se alarga, casi imperceptible, antes de que el trueno haga estallar el aire. Era una quietud tensa, que se metía en las casas, se colaba en las oficinas, y se infiltraba en cada rincón de la ciudad, sin que nadie pudiera ponerle nombre.
Uno de esos días, en los que las cosas parecen no pasar, pero todo está sucediendo, aunque no se vea.
Porque algo estaba a punto de ocurrir. La ciudad lo sabía, aunque nadie lo dijera en voz alta. Bogotá respiraba con una especie de ansiedad reprimida, como si estuviera esperando una chispa para incendiarse. La gente caminaba por las calles, pero no caminaba de la misma forma que siempre, sino con esa urgencia invisible, esa sensación de que el tiempo no era tan simple como un reloj que avanza.
En los pasillos del poder, la intriga también hacía su trabajo. Como un virus invisible que se cuela en la conversación entre políticos y funcionarios, los rumores acerca de un ataque inminente contra Jorge Eliécer Gaitán, el caudillo liberal de Colombia, circulaban sin cesar, alimentando una tensión que se sentía en el aire, algo que ni las sonrisas forzadas ni las promesas vacías podían disimular. Era una especie de parálisis, como si la ciudad entera estuviera consciente de que algo debía suceder, pero no supiera exactamente qué.
«La atmósfera de la ciudad era como un polvorín esperando a estallar», escribe Ramón Jimeno en su obra «El asesinato de Gaitán… (1990). Y no hay mejor forma de describirlo. Ese viernes, a medida que el día avanzaba, el aire de Bogotá se cargaba de una electricidad que, inevitablemente, terminaría por descargar en el instante más inesperado.
Lo curioso es que, aunque esa tensión era palpable, nadie sabía exactamente qué hacer con ella. Nadie podía saber que un solo disparo cambiaría el curso de la historia. Nadie podía prever que lo que había estado flotando en el aire —como una amenaza apenas disimulada— se materializaría en la tragedia más grande que había vivido Colombia en su época contemporánea, el punto de inflexión de su historia. Era como si la ciudad y el país entero estuvieran destinados, de alguna manera, a encarar lo que tanto temían, y que, en el fondo, deseaban con igual intensidad: el fin de una esperanza, el comienzo de una pesadilla.
Y en ese día, entre la espera y la desconfianza, Bogotá se volvía un espacio suspendido en el tiempo, donde las horas ya no eran horas, y el futuro, ese futuro lleno de promesas rotas, ya no estaba tan distante como antes. Todo se había reducido a una cuerda tensada, lista para romperse.
El colapso de Bogotá
En ese instante, la ciudad dejó de ser la misma. Todo lo que Bogotá había sido hasta entonces, esa urbe que respiraba con el ritmo tenso de una vida contenida, se desplomó como un castillo de naipes. Los gritos, las exclamaciones, los murmullos de horror, se desataron en un frenesí que era, a la vez, un reflejo y una consecuencia de la muerte de Gaitán. No hubo tiempo para más. La tragedia no solo significaba el fin de un hombre, sino el colapso de un sueño, el desvanecimiento de una esperanza que parecía haber estado anidada en los corazones de miles de personas que creyeron en él con una devoción que ya rozaba lo mítico. Gaitán, el hombre que había encarnado no solo las aspiraciones de su pueblo, sino también su rabia y su anhelo, ya no estaba. Y con él, se desmoronaba algo más: la certeza de que todo era posible, que el cambio era más que una quimera.
El caos, como una ola imparable, se desbordó por las calles de Bogotá. Los vehículos se detuvieron, como si la ciudad misma les hubiera ordenado detenerse, y las gentes, sin un propósito claro pero con un instinto irrefrenable, se amotinaron. Los ojos de los transeúntes brillaban con un miedo y una furia que se confundían, y el suelo, como si también quisiera ser parte de aquel delirio, parecía vibrar bajo el peso de una multitud que pedía venganza, que se desbordaba en un clamor desesperado por la muerte de su líder. Era un rugido incontenible que surgió de la nada, tan rápido, tan furioso, que nadie tuvo tiempo de entenderlo. Fue como una ola, sí, pero no una ola cualquiera: una ola que no entendía de límites, que barría con todo a su paso, que arrasaba calles, fachadas, miradas atónitas.
Bogotá, la ciudad que hasta entonces había vivido bajo el signo de una calma tensa, se transformó de repente. Ante los ojos asombrados de sus habitantes, se convirtió en un campo de batalla, en un escenario donde la desesperación no solo se oía, sino que se veía, se tocaba, se sentía. Y no solo en un sentido figurado: la violencia estalló con la furia de un incendio, y el fuego no distinguió entre edificios, personas, ni entre pasado y futuro. Las llamas, como un monstruo que se alimenta de todo, devoraron no solo las estructuras, sino también la moralidad misma de una sociedad rota, esa moralidad que, por un momento, había sido la que intentaba mantener el equilibrio. Pero ya no quedaba nada de eso.
Las calles, antes recorridas por la quietud de un día cualquiera, se convirtieron en un escenario macabro, un espacio donde el fuego danzaba al compás de una desesperación colectiva. Nadie estaba exento de esa furia ciega, que no hacía distinciones entre ricos y pobres, entre los que habían perdido un líder y los que, simplemente, miraban desde el umbral de la tragedia sin saber qué hacer. Y lo peor de todo, lo que nadie había anticipado, lo que no se podía prever, fue que la violencia no se detendría ahí, sino que se desataría en una furia sin dirección, sin propósito, como si la ciudad entera estuviera decidida, sin saber por qué, a destruirse a sí misma.
Lo aterrador de todo esto, lo que incluso algunos llegaron a reconocer en el fondo de su miedo, era la sensación de que todo eso estaba, de alguna manera, escrito. Como si la ciudad misma hubiera sido arrastrada hacia ese final trágico, como un péndulo que, al llegar al último giro, cae irremediablemente. El asesinato de Gaitán, en su desmesura, era el acto final de una obra cuyo desenlace nadie podía evitar. Los edificios ardían, las calles se llenaban de gritos y llanto, y lo único que quedaba era la certeza de que, tal vez, la historia no se puede cambiar, ni siquiera cuando se lucha por ella. Y, como todo lo que en algún momento había parecido sólido, se desvaneció, consumido por las llamas de una rabia que no entendía de medidas ni de razones.
El Eco de un Disparo
La noticia, como un virus invisible, se propagó con una velocidad espantosa, más rápida que el eco de un grito, y más certera que cualquier argumento. Pero no lo hizo a través de los canales habituales, esos que uno pensaría seguros, que eran, en apariencia, los más estables: las radios, las líneas telefónicas, esos instrumentos que garantizaban, o al menos creíamos que lo hacían, que el mundo continuara su curso con la indiferencia rutinaria de siempre. Esa tarde, sin embargo, las radios dejaron de emitir, el teléfono dejó de funcionar, como si el aparato mismo, consciente del desgarro inminente, se hubiera desmayado ante la magnitud del golpe. La tecnología, en un gesto tan inexplicable como liberador, había sido arrastrada por la misma tormenta que comenzaba a desatarse en las calles.
El silencio, que antes había sido apenas un trasfondo tranquilo, se quebró. Las voces se alzaron, se multiplicaron, se entrecruzaron, y el miedo, la rabia, la incredulidad, comenzaron a viajar de boca en boca. Unos decían que Gaitán había muerto. Otros, en cambio, no podían creerlo, y entonces el murmullo se convirtió en gritos, y los gritos en un llanto colectivo. Las calles, hasta ese momento tan tranquilas, tan ordenadas, se llenaron de una energía insostenible, de una furia sin forma ni medida. Las palabras, cargadas de impotencia y de rabia, volaban de una persona a otra, y la ciudad misma parecía hincharse con cada frase, con cada exclamación. Las casas, los parques, los cafés, los rincones más insospechados de Bogotá se convirtieron en transmisores de esa noticia, y la noticia era, por supuesto, más que una simple información: era el anuncio de que todo estaba por derrumbarse.
Ramón Jimeno lo recuerda así: “El teléfono dejó de funcionar, las radios no podían emitir con claridad, y las voces en las calles eran las únicas que se escuchaban, llenas de furia y desesperación.” Esas voces, como un torrente imparable, arrasaron con lo que quedaba de normalidad. La seguridad, la previsibilidad, la rutina, todo se disolvió como azúcar en agua hirviendo. Y en su lugar apareció una sensación tan palpable como la niebla en la madrugada: la sensación de que ya nada era posible. El país entero parecía haber quedado suspendido en el aire, suspendido en una oscuridad que nadie sabía cómo atravesar, como si todo lo que antes parecía estable, desde las instituciones hasta las costumbres más cotidianas, hubiera caído de golpe en un abismo sin fondo.
Y lo peor de todo es que el poder, ese poder que siempre se había visto en la Casa de Nariño, en los ministerios, en los edificios que todos respetaban por su altivez y su orden, ya no estaba allí. El poder lo tenían ahora las multitudes, la masa humana, informe, sin rostro, sin líder, que se había convertido en el único actor en escena. Los gobernantes ya no sabían qué hacer. Estaban desconcertados, paralizados, incapaces de restablecer siquiera una mínima calma. El gobierno, esa estructura rígida que siempre había representado la autoridad, se veía impotente ante el volcán humano que había estallado en las calles, un volcán cuya lava no pedía permiso ni explicación.
Y entonces, como si fuera el final de una tragedia anunciada, Bogotá se desplomó. La ciudad, que había sido un ente apacible, casi dormido, comenzó a devorar todo a su paso, como un animal herido, como si sus entrañas se hubieran roto en mil pedazos. Los gritos de los ciudadanos, ya no solo de horror, sino también de furia, de un sufrimiento tan profundo que lo rasgaba todo, resonaron en las paredes de las instituciones que, hasta ese día, se sentían impenetrables. Y entonces, la tragedia no se sintió como una sorpresa: fue el estallido de algo que llevaba años acumulándose, esperando el momento de explotar. La rabia, el dolor, las injusticias no resueltas, todo aquello que se había mantenido bajo la superficie de la política y la sociedad, explotó como un volcán que había tardado demasiado en despertar.
El asesinato de Gaitán no fue solo el fin de un hombre. Fue el fin de una esperanza. Fue la desaparición de la posibilidad de creer en que algo podía cambiar en ese país, de que el futuro podía ser diferente, mejor. En el mismo disparo mortal que lo derrumbó, también se desintegró esa ilusión colectiva. Y cuando todo se calmó, cuando las llamas de la violencia se apagaron, Colombia entendió que el país que había conocido ya no existía más. El sueño de una Colombia más justa se había esfumado como el humo de las hogueras.
Héctor Abad Faciolince, en su libro «El olvido que seremos»(1994), describe ese contexto político y social con una claridad brutal: «El país entero estaba dividido entre los que defendían la memoria de Gaitán y los que querían borrar el rastro de su vida. La violencia había llegado para quedarse, y el olvido se había vuelto la moneda de cambio más barata y cruel.” Abad tiene razón. La memoria de Gaitán, esa memoria que parecía haber sido el alma misma de un pueblo, se transformó en un campo de batalla, en un terreno de disputa, y en ese terreno, la violencia fue el único idioma hablado.
Aquel día, el país dejó de ser el mismo, y aunque pasó el tiempo, como una herida abierta, siguió sangrando en el corazón de la historia colombiana. La sombra de Gaitán, tanto en vida como en muerte, seguiría siendo un fantasma que perseguiría al país durante generaciones.
El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, ese fatídico 9 de abril de 1948, no fue simplemente un hecho que alteró el rumbo de Colombia; fue, más bien, el instante en que se condensaron las tensiones de décadas, como si la historia misma hubiera decidido hacer estallar su carga. En su obra «La violencia en Colombia: Causas y consecuencias», Mario A. Muñoz se adentra en un laberinto de polarización y desbordamiento social, un escenario donde las fracturas estructurales de la sociedad colombiana, hasta entonces latentes, se hicieron visibles con una claridad aterradora. La muerte de Gaitán no solo dejó un vacío en el liderazgo político, sino que también desató un torrente de violencia que se convirtió en una sombra constante, un espectro que se cernía sobre el horizonte del país.
La violencia en Colombia, sostiene Muñoz con una convicción que resuena en cada página, «La violencia en Colombia no es un accidente histórico, ni un fenómeno que aparece por capricho de la suerte». Es el resultado de una larga y dolorosa historia de exclusión política y desigualdad social, una herida abierta que se niega a sanar. Así, el eco de aquel asesinato reverbera en cada rincón del país, transformando la realidad colombiana en un campo de batalla donde los fantasmas del pasado se entrelazan con las esperanzas frustradas del presente. En este sentido, Gaitán se convierte en una figura mítica, un símbolo trágico de lo que pudo ser y no fue, un recordatorio sombrío de que la historia no es lineal, sino un ciclo de luchas y sufrimientos que persiste en el tiempo.