La guerra entre Israel y Hamás no tiene perspectiva de acabar nunca. Para que haya una paz fructuosa entre israelíes y palestinos, tendría, antes, que explicarse y aceptarse algo que para los palestinos es incomprensible: que en medio de esas tierras surgiera una entidad israelí de la noche a la mañana, por una decisión de las Naciones Unidas que no fue consultada con el pueblo palestino. Una decisión que fue, por supuesto, el resultado de décadas de lucha por parte del movimiento sionista surgido a finales del siglo XIX como resultado, en parte, de los terribles pogromos sufridos por los judíos en Rusia y Europa central y oriental, y, en última instancia, de un movimiento de solidaridad internacional tras la tragedia del Holocausto. Pero que afectaba directamente a una población establecida allí desde hacía mucho tiempo, pasando por las épocas del Imperio Otomano y, luego, el Mandato británico, para la cual el nacimiento de Israel significó el desplazamiento forzado de cientos de miles de personas.
De otro lado, está presidiendo el Gobierno israelí un personaje, Benjamín Netanyahu, que tiene en la mira a todos los palestinos y está dispuesto, en el mejor de los casos, a expulsarlos de los territorios ocupados y, en el peor, a aniquilar a todos los que pueda porque para él no existe diferencia entre Hamás y quienes viven bajo ese régimen fundamentalista. Batalló desde el primer día, no lo olvidemos, contra los Acuerdos de Oslo que abrieron en los años 90 la posibilidad de una paz duradera, ha hecho lo posible por volver inviable un Estado palestino en los territorios ocupados y ha favorecido a Hamás en contra de la Autoridad Palestina creyendo que dividirlos y reducir a las autoridades de Cisjordania a la impotencia era la mejor forma de impedir que estas últimas pudieran convertirse en el embrión de un Estado palestino. Mientras no haya una solución intermedia que compatibilice la existencia de judíos y palestinos, los asaltos, como el presente, no tendrán fin.
Quizás haría falta que la ONU imponga una solución a través de la fuerza, pero necesitaría la aceptación y el concurso de las grandes potencias, empezando por los Estados Unidos. Y aún así no habría una paz sino momentánea, hasta que israelíes y palestinos aceptaran la convivencia definitiva. Esto no va a ocurrir y las soluciones serán siempre precarias, mientras el fondo del problema subsista y juegue con la victoria de unos y otros. El problema es muy arduo, y la prueba es que no se ha encontrado hasta ahora una solución definitiva al asunto. Mientras tanto, el conflicto surgirá periódicamente, con su ración de víctimas interminables.
Las cosas se han complicado extraordinariamente mediante la provocación de Hamás, que perpetró una salvaje matanza de mil trescientos civiles israelíes y secuestró a cientos de personas. Una acción terrorista que Netanyahu intenta contrarrestar, desde el 7 de octubre, mediante un castigo colectivo al que pocos palestinos sobrevivirán (ya suman más de 9.000 los muertos, incluyendo muchos niños, y son incontables los heridos) si las cosas continúan como van. Netanyahu y los ministros extremistas que lo acompañan (uno con varias sentencias judiciales a cuestas) son capaces de acabar con todas las brigadas palestinas en nombre de la justicia de su nación, sin importarles los miles de víctimas que nada tienen que ver con Hamás ni grupos terroristas y que son hijos o nietos de la limpieza étnica de 1948.
Hay otras situaciones de esta naturaleza por el mundo. Una es la decisión de Vladimir Putin de apoderarse de Ucrania, con el cuento de que en el remoto pasado Ucrania perteneció a la URSS, aunque los ucranianos hayan considerado esa característica como no habida en la conformación del Estado ucraniano. También allí hay miles de víctimas civiles que no tienen la culpa de nada. Ucrania ha mostrado, gracias a un líder excepcional, que está dispuesta a resistir y lo está logrando gracias a que la mayor parte de sus armas y municiones son suministradas por Estados Unidos y Europa. El problema es semejante al que separa a israelíes de palestinos. Me refiero al peligro de una escalada que desemboque en un conflicto nuclear. Rusia tiene una mayoría de armamentos que, al otro lado, sólo es posible contrarrestar gracias a la ayuda occidental, en un juego peligroso en el que las armas atómicas sobreviven bajo guarda, pero podría venir un desliz que las ponga en movimiento y sería el acabose. Lo insensato es que nadie parece entender que esas armas pueden pasar a desempeñar un papel principal y acabar con el mundo.
En lo inmediato, la urgencia más grave, sin ninguna duda, es parar la guerra en la Franja de Gaza y sus proximidades. Netanyahu sabe bien que los cientos de miles de palestinos a los que ha expulsado de sus hogares (destruidos por los bombardeos) no tienen dónde huir, y cada vez menos qué comer y beber. Y no ignora que en un momento dado eso puede provocar el ingreso a la guerra de otros países y por tanto derivar en un conflicto que ponga las armas nucleares en movimiento.
Muchos conflictos aparentemente locales o circunscritos a ciertas jurisdicciones tienen vasos comunicantes con potencias superiores que cuentan con armas nucleares o que, como el caso de Irán, están muy próximas a conseguirlas. Me refiero a conflictos, por ejemplo, en algunos lugares de África o en otras partes de Oriente Medio, como Yemen.
Los palestinos se preguntan, mientras tanto: ¿hasta cuándo vamos a soportar esta soberanía que viene amparada por las poderosas fuerzas armadas israelíes y que nos tiene en condiciones infrahumanas desde hace tanto tiempo? Mientras no haya armas atómicas de por medio, la situación es “sostenible”, aunque haya miles de muertos y heridos en las regiones palestinas. Pero todo puede cambiar si deciden intervenir otros países a los que ya no será tan fácil someter como a los palestinos encerrados en Gaza. En el momento en que aparezcan las poderosas armas hay que pedir solución a los dioses si no queremos que todo estalle en pedazos. La verdad es que, desde la crisis de los cohetes en 1962, nunca la situación había sido tan grave como esta vez, con dos conflictos que amenazan con extenderse o provocar verdaderas masacres. Tanto, que la población palestina podría desaparecer enteramente asaltada por las fuerzas militares israelíes y sin vías de escape, aunque la posibilidad de que los aliados de los palestinos también tengan armas potentes con capacidad de ser empleadas en cualquier momento sea una realidad que debe ser sopesada.
Insisto en que es extraordinario que nadie en posiciones de responsabilidad parezca pensar en que, en el peligro incierto de una victoria total, puede venir escondido un paquete de proyecciones que conducen, potencialmente, a la extinción de la vida humana. Mientras tanto, los analistas se plantean quién puede ganar esa guerra, qué otros actores pueden entrar, etc., sin tener en cuenta, en el frío análisis, la desaparición misma de la humanidad.
Vivimos una paradoja extraordinaria. Por una parte, progresamos de manera inaudita y los milagros de la inteligencia artificial ocupan nuestra atención todos los días, y al mismo tiempo corremos el riesgo de un estallido atómico que nos regresaría a los albores de la humanidad, cuando el hombre desaparecía en la confrontación con el simio. Vivimos el siglo XXI y potencialmente la era de la caverna, todo al mismo tiempo.
Y allí dejo el análisis, con la pregunta del millón: ¿cuándo se nos irá la mano y estallaremos como si fuéramos pompas de jabón por la insensatez y la barbarie de políticos fanáticos y oscurantistas que desprecian la vida humana? Esta fue la pregunta que, hace varias décadas, se atrevió a lanzar un cineasta. Hoy la retomo sin la amenaza de ser atendido.
Artículo publicado en el diario El País de España
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