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El asalto de VP

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Gracias a la intervención de la diputada Adriana Pichardo en la Asamblea Nacional, conocemos los detalles de la irrupción armada que sucedió en la sede caraqueña del partido Voluntad Popular, en pleno día y sin que sus perpetradores se ocuparan de ocultarla. Fue una invasión de hombres armados hasta los dientes, con el objeto de sembrar miedo en los predios políticos a través del intento de avasallamiento de una de las banderías más combativas y conocidas de la oposición.

Es un episodio que no sorprende, desgraciadamente. Anteriores incursiones de la misma barbarie han sucedido contra sedes partidistas en la capital y en ciudades del interior, sin que las autoridades se ocuparan de perseguir y detener a los protagonistas del delito. El ataque de VP no llama la atención porque sea insólito, porque estemos ante una peripecia excepcional, sino solo porque la violencia fue ejercida contra el partido en el cual milita el presidente Juan Guaidó.  Es el botón de una muestra antigua, no solamente consentida sino también promovida por la usurpación, que con toda probabilidad se puede repetir debido a que cuenta con el entusiasmo y con el apoyo oficial.

Unos cuarenta hombres entraron en la sede de VP rompiendo puertas y destrozando cámaras de seguridad, para someter a los militantes y a los empleados de la organización a quienes robaron sus pertenencias personales y sus documentos de identidad. Se cebaron contra las mujeres que se encontraban en el lugar, a través de subidos insultos y mediante el tocamiento de sus partes íntimas, para que no quedaran dudas de que semejante vejación podía preludiar abyecciones mayores. Después se fueron como si cual cosa. Fue un procedimiento hecho con disciplina propia de militares, o de bandas paramilitares, o de brigadas especializadas en la persecución de enemigos mediante calculada violencia.

¿Ha reaccionado la dictadura ante semejante tropelía, ante tal exhibición de barbarie descomedida? No, por supuesto. Silencio sepulcral o, en el mejor de los casos, declaraciones evasivas que no tocan el problema ni con el pétalo de una rosa. El monstruo respalda a sus criaturas. El padre defiende a sus hijos de peor calaña, pese a que estén en la boca de la gente por los delitos que cometen con ostentación. Más todavía: la ostentación de sus crímenes obedece al respaldo de sus progenitores, o, ¿por qué no? a la instrucción que han recibido de ellos para cometerlos hasta el grado de la perfección.

Los pormenores suministrados por la diputada Pichardo a sus colegas parlamentarios nos colocan  ante la existencia de un régimen propio de bandoleros, de desalmados cuyo norte es la arbitrariedad tras la cual se apoyan para el logro de su continuismo. Es la prueba de que existen y de que vienen contra las aspiraciones democráticas de la ciudadanía y de los partidos que las promueven. No se trata de nada nuevo, como dijimos antes; no estamos, por desdicha, ante una sorpresa, ni ante una desmesura inesperada. Son los frutos de la barbarie entronizada, pero desde aquí no cesaremos en su denuncia y en la lucha cívica para que sea desterrada del suelo venezolano.

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