OPINIÓN

El arte de preocuparse por lo incorrecto

por Salvatore Giardullo Russo Salvatore Giardullo Russo

Proyección del tipo de cambio oficial, según la escuesta del OVF

Los venezolanos hemos perdido tanto tiempo preocupándonos por lo que pudiera salir mal y al final lo que ha salido mal es lo que no nos preocupaba. La reflexión anterior encapsula a la perfección el ethos de vivir en Venezuela. Este país de arepas, Miss Universos y colas interminables nos ha dado un curso intensivo, no solicitado, en la teoría del caos. Al final, somos como ese amigo que sale a la calle preocupado por llevarse el paraguas, solo para que le caiga una maceta en la cabeza mientras mira con admiración el cielo despejado.

La economía es una tómbola sin premios

Cualquier venezolano, que haya dedicado más de un par de minutos a tratar de entender la economía local, habrá sentido, sin duda, la inefable desesperación de alguien que intenta armar un rompecabezas con piezas que no pertenecen al mismo juego. En efecto, preocuparse por la inflación, el valor del dólar, el salario mínimo o las constantes reformas monetarias es una pérdida de tiempo monumental, no porque no sean problemas reales (¡lo son!), sino porque es imposible predecir el siguiente giro inesperado de la ruleta rusa económica en la que estamos atrapados.

Un día te preocupas por el alza del dólar paralelo, haciendo cálculos mentales y midiendo con precisión cuántas semanas más podrás comprar la caja de huevos. Sin embargo, lo que no contemplas es que en 24 horas más, la caja ya no tendrá huevos, sino aire comprimido con aroma a pobreza. Mientras los economistas del mundo se sientan a analizar la relación entre inflación y productividad, en Venezuela nos hemos saltado todo ese paso, es decir, vivimos una economía cuántica, donde cada bolívar simultáneamente existe y no vale nada.

Y mientras todos nos preocupamos por cómo proteger nuestro poco dinero en un sistema bancario, que se siente más frágil que un jarrón de porcelana china en manos de un niño de dos años, lo que realmente termina pasándonos es que el precio del pasaje de autobús sube 100% y tú, afortunado, aún sigues calculando tu sueldo en monedas que ya no existen.

Aquí, preocuparse por la inflación es casi un deporte nacional. Si existiera una medalla olímpica para quienes mejor pronostiquen la catástrofe económica de la semana, Venezuela tendría más oros que en todos los certámenes de belleza combinados. Pero la cruel verdad es que lo que realmente arruina nuestros días no es la inflación, sino la velocidad con la que los problemas se reinventan. El único activo que ha mostrado constancia es la incertidumbre.

El teatro de lo político es un espectáculo tragicómico

Uno pensaría que la política, esa gran maquinaria de los estados modernos, es algo digno de preocupación y análisis profundo. Sin embargo, en Venezuela, la política es más bien como una telenovela sin final feliz, donde no importa cuánto te preocupes, la trama siempre encontrará una manera de enredarse más, hasta dejar a todos los personajes atrapados en un lío de corrupción, populismo y promesas vacías. Aquí, el ciudadano promedio podría preocuparse por el fraude electoral, los derechos humanos o la calidad del debate político, pero lo que acaba fastidiando de verdad es la falta de agua corriente o la inesperada visita del apagón número 300 del mes.

La política venezolana ha hecho una transición magistral desde la tragedia hacia el teatro del absurdo. En este escenario, tenemos actores que se repiten a sí mismos, haciendo promesas cada vez más ridículas que ni siquiera se esfuerzan por cumplir, mientras el público –es decir, el pueblo– está atrapado en sus asientos, sin posibilidad de cambiar de canal.

Durante años, los venezolanos nos hemos preocupado por lo evidente: el autoritarismo, la polarización, la represión, el éxodo masivo, la corrupción galopante. Pero al final, lo que realmente nos golpea en la cara es lo que nunca nos detuvimos a considerar, que no es otra cosa que ese inesperado y surrealista discurso presidencial donde se nos dice que el «imperio de las hamburguesas» está detrás de nuestros problemas, o que, por decreto, el país entrará en una nueva era de prosperidad… justo antes de que se vaya la luz.

¿Qué hace un venezolano cuando pierde la fe en la política? Simple, adoptar una actitud irónica y desapegada, como si fuera un personaje de Kafka, atrapado en un sistema burocrático que no tiene ni pies ni cabeza. Aquí, preocuparse por la corrupción es como preocuparse por la lluvia en un país sin techo, en pocas palabras, es inevitable. Al final, lo que realmente te deja sin palabras es que el gobierno ha decidido que lo único que puede protegernos del caos… es más caos.

La sociedad y la nueva normalidad

No se puede hablar de Venezuela sin mencionar la sociedad, ese vibrante (y a menudo absurdo) conjunto de individuos que ha aprendido a vivir en una distopía postmoderna. Preocuparse por la decadencia moral de la sociedad, la violencia o el crimen parece, en la superficie, ser un tema legítimo. Sin embargo, lo que termina atormentándote no es la delincuencia en sí, sino la aceptación generalizada de que el caos es, sencillamente, la nueva normalidad.

En una sociedad donde te preocupas por ser víctima de un atraco, lo que realmente termina perturbando es que, al llegar a tu casa, tras el robo, lo que no habías previsto es que te recibirán con la noticia de que se fue la luz y no hay agua para darte una ducha. En otras palabras, ya ni siquiera puedes darte el lujo de estar limpio mientras te lamentas por tu mala suerte.

Aquí, los funerales de los principios y valores son cotidianos. Sin embargo, lo que realmente desconcierta a los venezolanos, no es la falta de empatía o el aumento de la criminalidad. Es más bien ese extraño fenómeno de la cotidianidad, donde el caos ya no sorprende a nadie. Nos hemos convertido en expertos en improvisación. Vivimos una vida en la que la planificación a largo plazo es tan útil como un condón de papel. Nos preocupamos por el futuro, solo para descubrir que lo que nos afecta es algo tan trivial e impredecible, como la última ocurrencia del gobierno en decretar el inicio de la navidad o la falta de gasolina en una nación petrolera.

En una sociedad en la que lo anormal es lo único normal, el venezolano ha desarrollado una relación amor-odio con la desesperanza. La resiliencia ha dejado de ser una virtud y se ha convertido en una patología. Y mientras nos preocupamos por los grandes temas sociales –desigualdad, hambre, educación, salud pública– lo que nos termina partiendo el corazón es algo tan común y cotidiano como la incapacidad de comprar una simple barra de pan.

El futuro es una caja de sorpresas

Los venezolanos somos expertos en pronósticos fallidos. Nos preocupamos por los escenarios más oscuros, solo para descubrir que lo que realmente nos fastidia es algo que nunca vimos venir. El país es como una caja de sorpresas, pero en vez de caramelos o juguetes, lo que sale de ella son escorpiones, apagones y un sabor agridulce que no podemos quitarnos de la boca.

Preocuparse por el futuro en Venezuela es como tratar de resolver una ecuación con variables que cambian cada cinco minutos. Los jóvenes se preocupan por su educación, por tener una carrera que les permita sobrevivir en un mundo laboral competitivo. Sin embargo, al final lo que realmente te quita el sueño, es si podrás o no conectarte a internet para presentar el examen, o si los resultados del mismo llegarán antes de que caiga el próximo apagón.

Nos hemos pasado años preocupándonos por lo que pudiera pasar si la inflación se sale de control, si el gobierno pierde la poca credibilidad que le queda o si los venezolanos emigran en masa. Sin embargo, lo que nunca contemplamos fue el impacto que tendría en nuestras vidas tener que hacer filas interminables para conseguir lo básico, o que la solución a la escasez de efectivo fuera simplemente eliminarlo por completo.

Reflexión final o como reír para no llorar

En Venezuela, preocuparse por lo que pudiera salir mal es un ejercicio de autoengaño. Aquí, lo que realmente te sorprende no es que las cosas vayan mal, sino cómo logran ir mal de maneras que nunca habrías imaginado. Es como si el país estuviera participando en una competencia secreta para ver cuán inverosímil puede ser el próximo giro de los acontecimientos.

Y mientras todos nos preocupamos por el estado del mundo, por la política, la economía y la sociedad, lo que termina saliendo mal no es lo que teníamos en mente. Al final, lo que realmente nos fastidia es que olvidamos pagar la factura del gas en medio de un apagón, o que, después de horas de espera, finalmente tenemos acceso a la gasolina… solo para descubrir que el tanque del carro está roto.

La moraleja de esta historia es que preocuparse en Venezuela es, en el mejor de los casos, un pasatiempo ineficaz. Lo que va a salir mal, saldrá mal, pero no en la forma que esperamos. Quizá, al final, el verdadero secreto para sobrevivir en este país no está en preocuparse menos, sino en reír más. Al fin y al cabo, si no puedes arreglar el caos, al menos puedes burlarte de él mientras preparas otra taza de café instantáneo, ya que el café de verdad, como tantas otras cosas, es solo un lejano recuerdo, mientras seguimos profundizando, inexorablemente, el arte de preocuparse por lo incorrecto.