OPINIÓN

El arrasamiento de las aulas venezolanas

por Miguel Henrique Otero Miguel Henrique Otero

Foto AP | Ariana Cubillos

El arrasamiento de la educación pública venezolana ha ocurrido envuelta en cierto silencio. Mientras los esfuerzos de la sociedad se han concentrado en la sobrevivencia –la guerra diaria por alimentarse y cuidar la salud– y en las luchas por la libertad, el régimen, por acción u omisión, ha ido socavando la que es, sin lugar a dudas, la piedra angular de la convivencia democrática: el sistema educativo, especialmente para los amplios sectores de la sociedad que no tienen los ingresos para pagar el costo de la educación privada.

Se trata de un tema de extraordinaria complejidad y de incalculables aristas. Por definición, todo sistema educativo está indisolublemente ligado al funcionamiento de la sociedad. Si son millones las familias afectadas por el hambre y por la dificultad real de acceder al transporte; si son millones los hogares donde los servicios públicos fallan todos los días; sin son millones los hogares donde no hay ni un libro ni dinero disponible para adquirir los insumos básicos para cumplir con las necesidades de la escolaridad; entonces, bajo este estado generalizado de precariedad, ¿puede ofrecer la escuela, el liceo o el centro educativo, alguna respuesta a la sociedad cada día más empobrecida?

Comenzaré por lo más evidente: el estado de la infraestructura escolar en todo el país. La semana pasada, el portal Crónica Uno publicó un reportaje sobre este específico asunto: las estimaciones de FundaRedes, afirman que 7 de cada 10 escuelas del país están en “grave estado de deterioro”. Las fotografías son desoladoras: instalaciones en ruinas, pupitres rotos y oxidados, suelos y paredes sucias, techos podridos por las filtraciones (algunos parecen a punto de derrumbe), baños en estado de putrefacción, y mucho más. Un informe de 2019 arrojó este dato categórico: solo 11% de los planteles cuenta con las condiciones necesarias para cumplir con su función.

Los indicadores de lo que no hay, de lo que falta, de lo desaparecido, de lo desvencijado, de lo obsoleto, de lo destruido, resulta simplemente abrumador. La situación de una escuela promedio en Venezuela es esta: un edificio o una sede ruinosa, donde por lo general no hay agua, habitada por ratas y alimañas, donde los baños son espacios inmundos y donde no es posible respirar, y en los que las aulas son espacios mal ventilados, mal iluminados, carentes de dotación, la mayoría sin una pizarra, ni una cartelera, el mobiliario escaso o inexistente. En una frase: aulas arrasadas por la revolución bolivariana.

Basta con que el lector haga una simple búsqueda por Internet y podrá constatarlo por sí mismo: esta situación no es excepcional. Viene ocurriendo en cada estado y municipio del país. Hay una situación de masivo deterioro, a la que resisten, con heroica dignidad y sentido del deber, docentes y miembros de las comunidades educativas. La cosa llega a este extremo: hasta el edificio sede del Ministerio de Educación, inaugurado en 1980, está en estado de grave deterioro, lleno de basura, suciedad, malos olores y zonas inaccesibles, ocupadas por personas ajenas a la actividad educativa, cuyo uso es desconocido incluso para los propios trabajadores del ministerio (por cierto, han transcurrido siete meses del incendio que afectó tres pisos del edificio, a finales de enero, y el poder no ha dado ni una explicación de cuáles fueron los archivos y equipos que se quemaron).

Como se sabe, el objetivo de convertir el sistema educativo venezolano en una especie de ciudad destruida ha tenido en los docentes una de sus principales dianas. La saña contra los educadores ha sido recurrente e ilimitada: reciben salarios equivalentes a 2, 3 y 4 dólares. Los peores pagados del continente. Todo un mes de trabajo a cambio de un ingreso que sirve para comprar dos o tres panes. A esto hay que añadir que alrededor de 80% de los docentes de Venezuela no han sido vacunados, lo que los convierte en un sector profesional altamente vulnerable, sin que haya una política por parte del régimen para atender esta evidente e inexcusable deformación.

Además, como si esto no fuese castigo suficiente, se les obliga a malversar los programas educativos. La aspiración del régimen consiste en convertir a cada docente en adoctrinador, en un cantor del culto a las personalidades de Chávez y Maduro, en un repetidor de consignas comunistas, que imparte contenidos e interpretaciones falsas de los hechos, especialmente en cuestiones como la historia de Venezuela, la economía, la organización social y el Estado de Derecho. He tenido la oportunidad de escuchar testimonios de primera mano, como por ejemplo los provenientes de dos escuelas en Apure, donde hay maestros de primaria que, en aulas carcomidas por la desidia, cantan loas a la supuesta lucha liberadora del ELN (la narcoguerrilla colombiana), y presentan a la nación colombiana y a sus autoridades como enemigos de la patria venezolana. Esto significa, ni más ni menos, que en la frontera sur de nuestro país hay escuelas públicas educando a niños en el culto a la delincuencia organizada.

Una lista de las deficiencias sería interminable: un sistema educativo sin computadoras, sin tabletas para los docentes, sin Internet, sin servicios públicos, sin seguridad, poblada de enchufados, incompetentes ajenos a la experiencia docente, comisarios políticos, amigos de, sobrinos de, militantes de, amantes de, ignorantes de profesión, a los que imponen en cualquier cargo, incluso como docentes activos, contribuyendo todavía más al derrumbe –la herrumbre– del sistema educativo venezolano.

A todo este devastador panorama, todavía habría que agregar muchas consideraciones sobre la cuestión de la calidad (indicadores en caída libre) y del grave impacto producido por la pandemia, especialmente entre los más pobres: niños que no tienen en sus hogares ni electricidad ni una computadora para recibir una clase por vía telemática, que tienen ya casi dos años escolares totalmente perdidos.

Ante este estado de cosas, ¿a quién puede asombrar que la responsabilidad del Ministerio de Educación le haya sido entregada a una política fracasada, a una exgobernadora irresponsable y orgullosa promotora de políticas de exclusión y persecución, fanática y desprovista para afrontar las inmensas tareas que demanda la educación venezolana? ¿A quién asombrará cuando, muy pronto, empeoren las prácticas de persecución, de manipulación de los contenidos curriculares, de destitución de verdaderos docentes para aumentar el porcentaje de enchufados?