El apocalipsis, como amenaza histórica, aflora cada tanto tiempo en la historia de la humanidad: en particular en tiempos de desorden y confusión como el actual. Pero no hay que dejarse confundir por el presente, y ver la historia en perspectiva de «larga duración». La crisis global en desarrollo tiene sus raíces profundas en lo que pudiéramos llamar la crisis del orden mundial a partir de la disolución o colapso de la Unión Soviética (1991); pero, a su vez, hay raíces más profundas y anteriores, lo que Spengler llamó «la Decadencia de Occidente» y Emmanuel Mounier identificó como «el Miedo al Siglo XX».
Es la crisis de la idea de Utopía, con su idea racional de progreso como ley inexorable de la Historia. La respuesta real fueron las guerras mundiales, primera y segunda, que en el fondo responden a las mismas dinámicas de confrontación de los poderes geopolíticos de la época. En paralelo, se desarrolla un conflicto ideológico político entre democracias y su contraparte totalitaria, en sus tres versiones, comunista en Rusia (1917) fascista en Italia (1923) y Nazi en Alemania (1933).
Terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1945, en Yalta se «diseña» el Nuevo Orden Mundial, que no es otra cosa que el reparto del mundo en zonas de influencia del dominante imperio británico, que está de salida, y los dos imperios emergentes, el norteamericano y el Estado Soviético, que es una prolongación del Estado Zarista ruso. En otra perspectiva de comprensión, y en una dimensión más amplia, el mismo proceso geopolítico terminó siendo el comienzo del fin del eurocentrismo, que, empezando el siglo XXI, es una agonía sin retorno. No porque Europa deje de ser importante en términos relativos, sino porque el mundo es otro, más global y cuyos centros imperiales dominantes se han desplazados, en términos demográficos, económicos, tecnológicos y militares a Euro Asia, Indo-Pacifico y Norteamérica. Suramérica, África, Asia Central, Sureste asiático y Medio Oriente, por mucho tiempo van a seguir siendo periferias neocoloniales de los poderes dominantes, en particular Estados Unidos y China.
El siglo XXI, en términos geopolíticos, va a estar definido por esta competencia interimperial y, a nivel regional, por potencias emergentes como Turquía, Suráfrica, Arabia Saudita, Irán, Israel, Brasil, etc. Nada nuevo bajo el sol, cambian los actores y las ideologías, pero el conflicto siempre es alimentado por lo que Hegel llamó la dialéctica del Amo y el Esclavo, o la lucha o contradicción entre necesidad y libertad. Vivimos un cambio de época en pleno proceso acelerado de cambios en todos los órdenes que obliga a un cambio de paradigmas, aunque, en la práctica, en esta incipiente posmodernidad, lo anacrónico sigue siendo dominante en muchos países.
Traje moderno y a la moda y mentalidades y culturas tradicionales. Economía global y sociedades urbanas cosmopolitas en convivencia con fanatismos de todo tipo o nuevas ideologías. Aldea global y tribus locales. Estamos en presencia del desarrollo de un Nuevo orden geopolítico mundial, cuyo principal desafío es disminuir las desigualdades de todo tipo y evitar un apocalipsis nuclear.
Todo «nuevo orden» presupone una etapa de «(des)orden», que incluye caos y violencia exacerbada, y es lo que estamos viviendo en las últimas décadas, con conflictos y guerras de todo tipo, en particular las más visibles mediáticamente, como la provocada por la invasión rusa a Ucrania y el polvorín del Medio Oriente.
El apocalipsis, en términos históricos es poco probable en un plazo previsible, pero su sombra y amenaza es real en la medida que la ciencia y la tecnología hicieron posible el arma atómica, la subsecuente proliferación de la misma, y los desarrollos destructivos posteriores. Por primera vez en la historia humana tenemos la posibilidad técnica de destruirnos como especie. Nunca, como ahora, la paz es una necesidad imperativa y nunca como ahora nos toca ser responsables en todo sentido. La historia, la política, la economía, nuestra conducta individual y colectiva tienen límites éticos y morales imperativos.