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El apaciguamiento: un error histórico

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El primer ministro británico, Neville Chamberlain, muestra el Acuerdo de Múnich

 

El uso de ciertos términos en política se ha vuelto una suerte de moneda de cambio en el discurso contemporáneo. «Apaciguamiento» es uno de esos términos, un concepto que carga con el peso de la historia, pero que, como tantas otras palabras, ha sido despojado de su contexto original para convertirse en un arma arrojadiza en el campo de batalla de las ideas. Cuando escuchamos «apaciguamiento» en debates actuales, no se refiere a lo que originalmente significaba, sino a una caricatura de su significado histórico, utilizada para desacreditar cualquier postura que no se incline hacia el maximalismo o la confrontación directa.

En la historia, a menudo, las decisiones se toman no solo por su lógica, sino por el contexto en el que se producen. Eric Hobsbawm, en su análisis sobre el apaciguamiento hacia Hitler, nos recuerda que, en la década de 1930, las potencias occidentales se movieron en un terreno de incertidumbre, buscando desesperadamente evitar otro conflicto que pudiera reventar la frágil paz que la Gran Depresión (1929-1933) había desmantelado. Esa búsqueda de estabilidad, sin embargo, resultó ser una ilusión peligrosa: «creó un clima de desesperación que llevó a las democracias a buscar cualquier forma de estabilidad, incluso a costa de ceder ante las agresiones totalitarias».

Las economías estaban tambaleándose y los líderes temían que cualquier chispa pudiera encender una conflagración. En este contexto, las políticas de apaciguamiento se presentaron como la opción más sensata, un intento de calmar las aguas antes de que una tormenta irrefrenable hiciera su aparición. Pero Hobsbawm señala que esta estrategia no solo fue ineficaz, sino que permitió al régimen nazi ganar fuerza y consolidar su poder.

Un elemento crucial que Hobsbawm destaca es la desconfianza hacia la Unión Soviética, un miedo casi paralizante al comunismo que llevó a las democracias a ver en Hitler un mal menor: «el temor al comunismo llevó a las potencias occidentales a ver en el fascismo un aliado potencial, priorizando el apaciguamiento de Hitler sobre la defensa de la democracia en Europa». Una decisión que, a la postre, se revela trágica: al debilitar la resistencia al nazismo, las potencias occidentales no solo ignoraron la creciente amenaza, sino que le dieron tiempo y espacio para expandirse.

Es fácil criticar desde la distancia, con el peso de la historia a nuestras espaldas. Pero el verdadero drama del apaciguamiento reside en la falta de liderazgo efectivo en Europa durante esos años. Los líderes no supieron o no quisieron enfrentar las agresiones de Hitler desde el principio, permitiendo que la estrategia del apaciguamiento se convirtiera en la norma. En lugar de buscar alianzas sólidas contra un enemigo común, optaron por una política de concesiones que, como sabemos hoy, solo sirvió para retrasar lo inevitable: la Segunda Guerra Mundial.

El apaciguamiento no fue solo un error de cálculo; fue un síntoma de una Europa que había perdido su brújula moral y política. Las decisiones tomadas en esos años no solo fueron un reflejo de la desesperación, sino también de una falta de visión que lastraría al continente en los años venideros. Hobsbawm nos advierte, con la claridad de un historiador que ha visto las sombras del pasado, que las lecciones de la historia son claras, aunque a menudo ignoradas: la inacción y el miedo pueden ser tan peligrosos como la guerra misma.

La ceguera ante el abismo: la inacción de las potencias europeas

La inacción europea frente al avance de Hitler es una crónica de complicidad pasiva. La década de los años treinta fue una época de espectros que rondaban Europa, siendo uno de los más inquietantes Adolf Hitler, cuya ambición desmesurada fue subestimada por las potencias. El ascenso del nazismo no fue solo consecuencia de la ferocidad ideológica de su líder, sino también de la pasividad de una Europa debilitada por la Gran Guerra y cegada por la falsa esperanza de evitar otro conflicto. Esta inacción, lejos de ser un error fortuito, fue una forma de complicidad que permitió a Hitler avanzar sin apenas resistencia, trastocando el destino de millones.

«El mayor error de los gobiernos europeos en los años treinta fue su creencia en la posibilidad de apaciguar a Hitler con concesiones sucesivas», señala el historiador Richard J. Evans en El Tercer Reich en el poder. La política de apaciguamiento, representada por el primer ministro británico Neville Chamberlain, no fue simplemente una estrategia mal calculada, sino la manifestación del profundo deseo de evitar otra guerra, incluso al precio de la integridad territorial y política de otros países. Hitler, consciente de este miedo, lo explotó al máximo.

El Tratado de Versalles, que supuestamente había clausurado «la guerra que pondría fin a todas las guerras», solo incubó el ascenso de Hitler. En lugar de encontrar resistencia decidida, las potencias europeas ofrecieron una inacción que, en retrospectiva, parece complicidad tácita. Este comportamiento, alimentado por el miedo, la ingenuidad o el cálculo erróneo, llevó al continente a la catástrofe. Como señala Eric Hobsbawm en La era de los extremos, «las democracias capitalistas estaban tan ocupadas conteniendo el desmoronamiento de su propio sistema económico que no vieron —o no quisieron ver— la expansión del fascismo».

Uno de los momentos más emblemáticos de esta inacción fue el Acuerdo de Múnich de 1938, en el que Chamberlain accedió a la anexión de los Sudetes por parte de Alemania, a cambio de la promesa de paz de Hitler. Chamberlain regresó a Londres proclamando haber asegurado «paz para nuestro tiempo». La realidad fue otra. Múnich no fue el clímax de una diplomacia acertada, sino el preludio del desastre. Winston Churchill, quien se opuso desde el principio a las concesiones a Hitler, lo resumió: «Os dieron a elegir entre la guerra y el deshonor. Elegisteis el deshonor, y tendréis la guerra”.

La amarga lección de los años treinta es que la inacción es una forma de acción, y en este caso, desastrosa. El miedo al conflicto, las tensiones económicas y la subestimación de Hitler crearon el ambiente perfecto para la expansión del nazismo. Europa pagó por su inacción con la guerra más devastadora de la historia moderna. La ceguera de las potencias europeas fue una traición no solo a sus pueblos, sino al futuro de la humanidad.

El historiador Michael Howard afirmaba que “la diplomacia de los años treinta no fue solo apaciguamiento, sino una rendición moral y estratégica que selló el destino de Europa”. Entre el miedo y la indecisión, las potencias europeas sellaron su destino al ignorar el rugido del fascismo. Europa cayó no solo por la fuerza de Hitler, sino también por la cobardía de quienes se negaron a enfrentarlo.

Neville Chamberlain, con su aire de comerciante amable y promesas de paz, se aferraba a la creencia de que las palabras podían domar a la bestia. En un rincón de su escritorio, las cartas se apilaban, y en cada una de ellas latía la fe de que podía negociar con Hitler, el hombre cuya sombra ya se proyectaba ominosa sobre el continente. El ambiente era denso con la desesperanza y la ilusión. En las salas de los parlamentos, los dirigentes se aferraban a la creencia de que la diplomacia podría ser la varita mágica capaz de domar a Hitler, un ser que ya se había mostrado como un leviatán de ambiciones. “Podemos controlar a este hombre”, decían entre murmullos, como si el simple acto de negociar pudiera borrar la naturaleza agresiva y expansionista de un régimen que estaba reescribiendo las reglas del juego europeo.

Los Acuerdos de Múnich: La ilusión de la diplomacia

En la memoria colectiva de Europa, los Acuerdos de Múnich de 1938 suelen ser recordados como un hito de la diplomacia. Un gran éxito, se decía. Las potencias europeas, encabezadas por Gran Bretaña y Francia, habían conseguido evitar un conflicto armado y, con ello, la posibilidad de una nueva guerra devastadora. Sin embargo, al desentrañar la realidad de aquellos días, la imagen se torna sombría. Múnich no fue más que un espejismo, un acto de impotencia disfrazado de triunfo diplomático, no más que una fotografía mal iluminada de un mundo que no quería ver la realidad que se cernía sobre él.

Al analizar los eventos que llevaron a los Acuerdos, uno se da cuenta de que el apaciguamiento, lejos de ser una estrategia sensata, resultó ser un error monumental. La ocupación de Checoslovaquia en marzo de 1939 fue la cruda revelación de esta falacia. Las concesiones hechas a Hitler no solo no lo contentaron, sino que, por el contrario, lo alentaron a avanzar. Al darse cuenta de que las potencias occidentales estaban dispuestas a ceder ante sus demandas, Hitler se sintió invencible, casi divino en su arrogancia. La historia, en este sentido, no es solo una sucesión de hechos, sino un relato sobre el fracaso de la previsión y la responsabilidad política.

Lo trágico de Múnich es que quienes lo negociaron estaban atrapados en un contexto de miedo y desesperación. La memoria de la Primera Guerra Mundial pesaba sobre sus decisiones. El deseo de evitar otro conflicto a toda costa les llevó a cerrar los ojos ante la naturaleza realmente agresiva del régimen nazi. En lugar de construir una estrategia colectiva para contener el fascismo, se optó por una estrategia de evasión, alimentando así al monstruo que se pretendía contener.

Es fácil criticar desde el presente, pero el verdadero desafío radica en entender cómo la política puede ceder ante el miedo. Los líderes europeos, acorralados por la ansiedad de sus pueblos, prefirieron el consuelo de las palabras amables a la dura realidad de la confrontación. Al final, el apaciguamiento se convirtió en un sinónimo de fracaso, no solo moral, sino también estratégico.

Así, los Acuerdos de Múnich se convierten en un punto de inflexión en la historia europea. En vez de consolidar la paz, sentaron las bases para la guerra. La ocupación de Checoslovaquia, un golpe brutal, mostró que la diplomacia basada en el miedo es, en última instancia, una ilusión. Nos recuerda que, en ocasiones, enfrentar la verdad es la única manera de evitar el desastre. La lección de Múnich, aunque dolorosa, es clara: la paz no se puede construir sobre concesiones a la tiranía.

El Grito en el Desierto: Churchill y la Resistencia ante el Apaciguamiento

La complacencia se convertía en el nuevo pan cotidiano. Mientras tanto, en el fragor de la Cámara de los Comunes, Winston Churchill alzaba su voz, que resonaba como un clarín en medio de la niebla, resonaban como un canto solitario en medio de una multitud ensordecida por la esperanza de que la guerra pudiera ser evitada a cualquier costo. Su advertencia, como un grito en el desierto, denunciaba los peligros de un apaciguamiento que, en su lógica más perversa, parecía un regalo para el tirano. “Hitler es un hombre peligroso”, clamaba, y su llamado a la acción reverberaba en las paredes de un Parlamento sordo, ocupado en desmenuzar ilusiones. Pero el apaciguamiento, en su esencia más sombría, no era más que un error estratégico, un juego de naipes donde el futuro de millones se apostaba sin consideración.

El tiempo avanzaba, y la ocupación de Checoslovaquia se convirtió en un siniestro espectáculo, una prueba irrefutable de que el apaciguamiento había alimentado al monstruo. En las calles, el miedo se mezclaba con la incredulidad; la ironía de la historia se manifestaba en la figura de Churchill, según Ian Kershaw, en una entrevista para la revista Nueva Sociedad, asegura que Churchill «tuvo la suerte de ser la persona adecuada en el lugar correcto y en el momento justo. Por supuesto, también fue una suerte que Reino Unido y Europa lo tuvieran allí, porque en ese contexto pudo desplegar todo su carácter.» Fue la persona adecuada para erguirse como el último baluarte de una resistencia que parecía desvanecerse.

Su papel durante la guerra fue trascendental, especialmente en las fases iniciales, cuando la situación parecía más desalentadora. En 1940, tras ser nombrado primer ministro, Reino Unido se encontraba al borde del abismo, derrotado en las costas francesas y enfrentándose a la amenaza inminente de los alemanes. Fue en ese contexto caótico que Churchill, con una determinación casi sobrehumana, organizó la evacuación de más de 330.000 soldados británicos, franceses y belgas a través del Canal de la Mancha. Relata Kershaw: «La evacuación de Dunkerque era, en realidad, parte de una derrota, pero Churchill logró transformarla en un gran triunfo nacional.» Se convirtió bajo su liderazgo en un relato de resistencia y valentía. Churchill logró transformar lo que podría haber sido un desastre en un gran triunfo nacional, reinventando la narrativa en torno a la guerra. En ese marco, su figura emergió con una fuerza indiscutible, un símbolo de la lucha y la perseverancia de un pueblo que se negaba a rendirse.

La iluminación de la determinación: reflexiones sobre el apaciguamiento en la Europa de 1939

La historia, en su inexorable avance, se manifiesta como un eco de decisiones pasadas, y en el caso de Europa antes de la Segunda Guerra Mundial, ese eco resuena con contundencia. Las potencias europeas fracasaron en unirse frente a la amenaza alemana. Esta falta de respuesta ante la violación de tratados revela no solo una debilidad estratégica, sino también una traición no escrita. La inacción ante la agresión de Hitler no fue solo un error político, sino una contribución directa a la guerra inevitable.

Tim Bouverie, en Apaciguar a Hitler: Chamberlain, Churchill y el camino a la guerra, destaca que «a medida que se intensificaba la agresión, el clamor por una respuesta firme creció». Este ruego por una respuesta decidida se hacía cada vez más urgente, pero fue ahogado por la esperanza de evitar el conflicto a través de la diplomacia, lo que alentó a Hitler en su expansión. Esta mentalidad de complacencia resultaría fatal.

El legado del apaciguamiento es sombrío y nos recuerda que la determinación es la única antorcha capaz de iluminar tiempos oscuros. La historia enseña que la pasividad ante el mal trae consecuencias devastadoras. Europa, atrapada en un juego de espejos, parecía olvidar que las sombras se disipan solo con la acción. La inacción, lejos de ser un vacío, es una elección con profundas repercusiones.

Hoy, al reflexionar sobre esos momentos decisivos, podemos aprender la importancia de la valentía y la resolución. La historia nos invita a no repetir los mismos errores. El apaciguamiento de las potencias europeas ante la amenaza nazi fue una advertencia sobre las peligrosas consecuencias de la inacción. En los momentos críticos, la valentía puede transformar la oscuridad en luz, y la lucha contra el mal debe ser una prioridad.

El apaciguamiento no fue solo una política diplomática, sino una negación desesperada del abismo que parecía abrirse bajo Europa. Sin embargo, el pacifismo no era la única razón detrás de su aceptación. La Gran Depresión, desatada por el colapso de Wall Street en 1929, había dejado a las economías europeas en ruinas. El desempleo, la inflación y el malestar social se extendían por el continente. Ante esta situación, prepararse para una guerra que podría devastar aún más las economías nacionales era impensable. Los gobiernos de Gran Bretaña y Francia, conscientes de la fragilidad de sus economías, vieron en el apaciguamiento no solo una oportunidad de evitar la guerra, sino una necesidad pragmática.

La prensa tuvo un papel crucial. En Gran Bretaña, periódicos como The Times o The Daily Mail defendieron a Chamberlain y su política, presentando a Hitler como un líder con el que se podía negociar. En Francia, los diarios abogaban por evitar otro conflicto, conscientes del trauma de la Gran Guerra. Sin embargo, sectores de la izquierda y algunos intelectuales, como Winston Churchill, denunciaban la política de apaciguamiento, advirtiendo que Hitler no se detendría con concesiones.

A medida que avanzaba la década, el comunismo soviético se convirtió en un nuevo factor en el cálculo estratégico de los gobiernos. Para muchos conservadores británicos, el miedo al comunismo era mayor que el temor a Hitler. En este contexto, un Hitler fuerte podía parecer un mal menor frente a la expansión comunista.

El apaciguamiento fue un error, pero también el resultado de un contexto histórico y social complejo. Lo que hoy parece obvio —que Hitler no podía ser apaciguado— fue visto en su momento como la única salida racional. Como en tantas tragedias históricas, la claridad llegó demasiado tarde.

El abuso del término «apaciguamiento»: el uso de la historia como arma política

El término «apaciguamiento» ha sido apropiado por sectores extremistas de la política contemporánea para denostar posiciones moderadas y propuestas de diálogo. En un mundo polarizado, donde los discursos más estridentes prevalecen, este término se ha convertido en una herramienta retórica para etiquetar cualquier enfoque de compromiso como una traición. Sin embargo, este uso descontextualizado no solo es injusto, sino también peligroso.

Es injusto porque compara situaciones históricamente disímiles. En la época de Chamberlain y Hitler, las dictaduras expansionistas y los totalitarismos constituían amenazas claras a la estabilidad mundial. Hoy, aunque persisten conflictos graves, el contexto geopolítico es más diverso y complejo, lo que invalida la equiparación automática con el pasado. Utilizar el «apaciguamiento» para descalificar la negociación trivializa tanto las circunstancias históricas como los desafíos actuales, ignorando las diferencias cruciales entre ambos momentos.

Además, es peligroso porque anula el espacio para el diálogo y el entendimiento. En muchas ocasiones, la confrontación directa no es la única vía para resolver problemas políticos, los cuales requieren pactos, concesiones y tiempo. El discurso actual del «apaciguamiento» se niega a aceptar esta realidad, promoviendo una lógica de todo o nada que excluye la negociación y refuerza la polarización.

Este abuso del término no es nuevo; la historia ha sido siempre una fuente de legitimación para el presente. Sin embargo, la manipulación del concepto de «apaciguamiento» para descalificar adversarios políticos adquiere un carácter especialmente pernicioso. No se trata únicamente de tergiversar el pasado, sino de utilizarlo deliberadamente para desautorizar cualquier esfuerzo por evitar el conflicto, distorsionando el sentido del diálogo y la negociación como señales de debilidad.

Detrás de este uso abusivo del término está la convicción de que solo el enfrentamiento puede resolver los problemas políticos, presentando el diálogo como un síntoma de falta de carácter. El «apaciguamiento» se convierte así en un arma para desprestigiar la política del compromiso, atrapando a los moderados en una dicotomía entre la confrontación o la acusación de cobardía.

La política, sin embargo, es el arte de lo posible, y muchas veces esto implica negociar y ceder. Rechazar el diálogo en favor de una confrontación constante es distorsionar este arte. Por eso es fundamental reivindicar el valor del compromiso y la moderación. Aunque no siempre son soluciones perfectas, en muchas ocasiones son las únicas viables.

El uso contemporáneo del término «apaciguamiento» es una simplificación dañina que obstruye el diálogo en un mundo que necesita urgentemente soluciones negociadas. El verdadero reto está en encontrar el equilibrio entre firmeza y flexibilidad, sin caer en la trampa de las etiquetas que empujan a la política hacia una visión maniquea y destructiva de la realidad.

La historia debe ser una guía para entender el presente, no un arma para simplificarlo o deformarlo.

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