OPINIÓN

El alegre y bonachón Lisandro Yepes Gil

por Luis Alberto Perozo Padua Luis Alberto Perozo Padua

Un grupo de bravos charros, todos a caballo, atravesaron una calle empedrada, con balcones alineados en donde solo uno destellaba con la luz de una vela. Venían con sus instrumentos a ofrecer, como tributo de amor, una romántica melodía a una damisela que, ahogada en suspiros, esperaba ansiosa a su enamorado.

Firme, de mirada amable, su increíble voz deslumbra a la doncella de aquella escena de un film mexicano. Pero quién era el versátil intérprete, pues rápidamente se supo era un actor venezolano de nombre Lisandro Yepes Gil, que con excepcional habilidad tocaba la guitarra acompañando su voz de tenor, lo que cautivará vertiginosamente al público norteño.

Desde joven partió de Barquisimeto a la capital a perseguir su sueño, fugándose del regazo de su madre y protectora, doña Josefa Antonia Gil Fortoul de Yepes, una matrona con extensas propiedades en el Barquisimeto señorial de principios del siglo XX, quien a su vez era hermana del Dr. José Gil Fortoul, diplomático y expresidente de Venezuela en la época del Benemérito general Juan Vicente Gómez.

La actuación y el canto, sus verdaderas pasiones, lo llevaron a recorrer mundo, conociendo varios países en sus presentaciones, esto por supuesto no era bien visto por su progenitora y mucho menos por sus hermanos, quienes habían crecido y se habían forjado bajo principios y una estructura autoritaria donde solo los hombres tienen voz y voto, lo que no le venía muy bien al joven Lisandro, que ya había escogido nuevos rumbos.

Padres de los Yepes Gil

Pese a ese escenario, su madre y hermanas le adoraban, muestra de ello el enérgico intercambio epistolar entre ellos, al tiempo que sus hermanos varones se entregan a las labores agrícolas de sus fundos enclavados en el Valle del río Turbio, entre Cabudare, Barquisimeto y Río Claro.

Pronto Lisandro fue conocido y reconocido. Sus alegres andanzas y su voz cautivaron el corazón de “medio Barquisimeto”. Era todo un personaje, alegre, bonachón, franco y bondadoso hasta el extremo, rasgos que le producirán -quizás-, más dolor que satisfacción, pero que a su vez jamás lo denunciará.

Se teñía el cabello de lila y ataviado siempre de prendas con excéntricos colores que hoy pasarían inadvertidas entre los “machos” pero que, para el momento era todo un escándalo que indudablemente, no le prestaba mayor interés. Se presentaba como Lisandro, sin el don -porque jamás gustó le antepusieran a su nombre ese aristocrático protocolo como distinción social-, lo repudiaba alegando que lo alejaba de la gente.

Durante las fiestas carnestolendas de Barquisimeto, siempre distinguía por sus vistosos disfraces. Glamurosos, coloridos, envidiables para las féminas que se veían enlutadas. Pero quizá no valía tanto el atuendo, sino el júbilo con las que nuestro biografiado encarnaba dicha personalidad.

No tardaron las críticas abominables de la alta sociedad, a pesar de que Lisandro provenía precisamente de esa estirpe. Sobre su figura radiante, se tornaron sombras y el conocido ‘manochano’ será cruelmente menospreciado hasta el punto de representar una vergüenza familiar.

Pero su imponente personalidad no permitió el látigo del descrédito, y si bien muchos de sus hermanos lo proscribieron, otros asintieron su comportamiento y respetaron. Por su parte, Doña, jamás refutó sus andanzas, por lo menos no en público, y siempre lo protegió y amó. Sus dos hermanas, Abigail y María Josefa, lo veneraban.

Lisandro como herencia, tenía propiedades que le generaban un poco más de lo suficiente para vivir cómodamente. Una vez compró un hotel, el Carora, en pleno centro de Barquisimeto, pero debido a su voluntad dadivosa y enamoradiza, rápidamente lo llevó a la quiebra.

Cada tarde visitaba a su hermana doña Abigail, a su cuñada doña Yuya Joubert de Yepes Gil en la Quinta Mayda, y a sus amistades, incluyendo a Olga Padua, abuela de quien suscribe esta crónica, a quien le confesaba sus íntimos secretos y sus aventuras por México, Santo Domingo, Puerto Rico y otros lares. No había una noche, tan solo una, que Lisandro abandonara el rezo del Santo Rosario. Era un hombre de fe inquebrantable. En fechas especiales, acudía al Templo de San José y durante la eucaristía, era el encargado de entonar el Avemaría, cántico que estremecía los cimientos de la iglesia.

Ferviente devoto del Doctor José Gregorio Hernández, y cuando sus sobrinos o primos enfermaban, allí aparecía con sus goticas de agua bendita, “para aliviar las penas y las dolencias”, afirmaba con el rigor de la fe. Se aparecía en las fiestas de sus familiares -a pesar de no estar invitado-, y con su guitarra animaba y avivaba la parranda. Era abstemio y jamás se le vio borracho. Una que otra copa de vino para alegrar el alma.

Luis Alberto Perozo, lo recuerda como un hombre alto, delgado, muy blanco, distinguido, de conversaciones muy interesantes y educado en exceso. Siempre con sus elegantes bufandas a la europea. “Con él compartí interminables tardes de dominó y muchos cantos y agradables tertulias”. Olga Padua, Luisa Carlota Torrealba «Carlotica» y Delia Bermejo también estaban inscritas en la lista de sus cercanos; y por supuesto doña Yuya que también le brindó una amistad que ni el ocaso pudo borrar. Nunca se desposó ni tuvo descendencia.

Lisandro Yepes Gil nació con el nuevo siglo, el 17 de mayo de 1900, en El Tocuyo. Su padre don Juan Bautista Yepes Piñero, fue hombre acaudalado, de recio temple y virtudes consagradas. Lisandro fue el undécimo de trece hijos y finalizará su tránsito vital rodeado de muy pocos en una cama del Hospital Antonio María Pineda, “hacia 1983”. Se marchará con sus glorias y sus penas, sus alborozados avatares quedarían borrados tras el inexorable tiempo y solo unos cuantos se atreverán a reproducir su nombre. Sus restos fueron inhumados en el Cementerio Bella Vista de Barquisimeto.

Pero esta historia no termina aquí, seguramente el valioso aporte de quienes le admiraron alimentará esta semblanza, la del alegre y bonachón Lisandro Yepes Gil, nuestro tío abuelo, todo un personaje en el más estricto y hermoso sentido de la expresión.