Por ahí bien dicen que hay personas que ya están muertas antes de morir. Esta expresión de una realidad existencial es ciertamente aplicable al mundo más “intangible” de las relaciones internacionales, y, muy específicamente, al de sus instituciones jurídico-políticas que pretenden darle vida en un marco de orden y previsibilidad.
Hace pocos días, el recién instalado gobierno marxista-leninista en Perú acaba de emitir el acta de defunción oficial de lo que se pensó sería un mecanismo proactivo e idóneo para el restablecimiento de la institucionalidad democrática en Venezuela. Resulta a todas luces irónico que haya sido un gobierno del propio país de cuya capital deriva su nombre, el encargado de darle “feliz” sepultura.
Sin embargo, es sabido que en la práctica el llamado Grupo de Lima murió poco después de haber nacido, en medio de sus notables contradicciones e inviabilidad. Como otros mecanismos de igual naturaleza y estilo, quedó petrificado en meras declaraciones de intención, tal como la imagen de la foto de sus representantes el mismo día de la firma de la Declaración de Lima, el 8 de agosto de 2017.
Desde su creación, el Grupo de Lima, integrado originalmente por los gobiernos de: Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú, intentó en vano acompañar a la oposición venezolana en la búsqueda de una solución pacífica a la crisis global del país, exigiendo la liberación de los presos políticos, elecciones libres y el regreso del orden institucional democrático en Venezuela. Pero, desde el mismo momento de su apoyo a la investidura de Juan Guaidó como presidente interino (enero de 2019), comenzó, paradójicamente, a mostrar sus verdaderas costuras.
Por un lado, entró en contradicción con la postura más radical y de confrontación de la administración de Donald Trump y sus asesores –principal apoyo del gobierno interino–, que asomaban el uso de la fuerza como una de las opciones evaluadas en el momento, y, por otra parte, se fue acercando cada vez más a la visión cómoda y conciliadora de la Unión Europea y de algunos países latinoamericanos (Costa Rica, Uruguay, Bolivia y Ecuador) en el marco de lo que se ha conocido como el Grupo Internacional de Contacto (GIC).
En otras palabras, el Grupo de Lima se hubo de acomodar eventualmente –y esto anunciaba su muerte prematura– a la tesis del GIC, que en cada ocasión ha propiciado la búsqueda de una salida pacífica y negociada a la crisis de Venezuela, así como la convocatoria de elecciones creíbles con observación internacional, sin contar con los medios de presión suficientes para obligar al gobierno de facto.
Una mirada a la coyuntura actual de Venezuela reafirma la imposición de esta visión; esto es: un proceso de negociaciones en ciernes entre la oposición (G4) y representantes de Nicolás Maduro, presuntamente a partir de mediados del mes de agosto, en México, y unas elecciones que se muestran inevitables, agendadas para el 21 de noviembre, y que seguramente contarán con el aval de la Unión Europea.
Una cuestión de ideología
Pero, la inviabilidad mostrada por el Grupo de Lima denota, por otro lado, un aspecto importante de lo que podemos llamar el ciclo perverso de las izquierdas en América Latina, y de cómo éste ha influido en el debilitamiento y a veces extinción de ciertos mecanismos de concertación y sus propósitos.
Ya adelantábamos y vimos la semana pasada al flamante canciller de Perú, Héctor Béjar, anunciando el retiro de su país del Grupo de Lima, con la denuncia de que el mismo había sido creado para apoyar a la oposición golpista venezolana, y haciendo gala de lo que él llama una nueva política exterior no injerencista.
El descarado automatismo del nuevo presidente Pedro Castillo, se vio reflejado también en el anuncio que hizo Béjar sobre la cancelación de la solicitud introducida en el Congreso por la administración del expresidente Martín Vizcarra, en mayo de 2019, relativa al retiro de Perú del Tratado Constitutivo de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). No faltó, por supuesto, el aviso del nuevo canciller sobre la reinserción de Perú en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Hablamos aquí de dos organismos regionales impulsados vigorosamente en su momento por el difunto Hugo Chávez y el expresidente de Brasil Lula da Silva, ahora potencial candidato para las elecciones presidenciales de 2022.
Lo mismo ocurrió con el gobierno de signo socialista y populista de Alberto Fernández de Argentina, quien, en marzo de este año, retiró a su país del Grupo de Lima. Por su parte, otro revés importante sufriría este mecanismo como consecuencia de los cambios políticos en México (Andrés Manuel López Obrador, diciembre de 2018) y Bolivia (Luís Arce, noviembre de 2020). Sobre este último, hay que recordar que durante la efímera gestión de Jeanine Áñez, Bolivia se había incorporado a los trabajos del Grupo de Lima, después de la crisis política de 2019 que propició la caída de Evo Morales.
Prueba del reacomodo geopolítico que está experimentando la región y cuya expresión más visible es el repunte del nuevo ciclo perverso de las izquierdas, fueron las recientes declaraciones de Andrés Manuel López Obrador, con motivo de los 238 años del natalicio de Simón Bolívar y en el marco de la XXI Cumbre de Cancilleres de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), celebrada el pasado 24 de julio. Desde el Palacio de Chapultepec, el presidente mexicano propuso reemplazar a la Organización de Estados Americanos por un organismo regional que integre solo a los países de América Latina y el Caribe. Según sus propias palabras: “…ni más ni menos (…) algo semejante a la Unión Europea, pero apegado a nuestra historia, nuestra realidad y a nuestras identidades”.
La propuesta de López Obrador, independientemente de haber hecho alusión directa a un modelo semejante a la UE, fue interpretada por algunos analistas como una referencia tácita a la necesidad de reforzar políticamente a la Celac, frente a lo que considera son las aspiraciones hegemónicas permanentes de Washington.
En noviembre de 2005, con ocasión de la IV Cumbre de las Américas, celebrada en Mar del Plata, el bloque de países de la izquierda populista latinoamericana, liderado por los Kirchner de Argentina, la Venezuela de Hugo Chávez y el Brasil de Lula da Silva, sepultó la propuesta estadounidense de un área de libre comercio continental. Hoy día, con el resurgimiento de un nuevo ciclo de las izquierdas en la región, queda como agenda pendiente la brutal ofensiva en contra de la institucionalidad republicana y democrática-representativa del hemisferio, que tiene como objetivo inmediato y prioritario a la Organización de Estados Americanos, y su máximo representante, el señor Luís Almagro. Colombia y Brasil también están en la mira.
Paz a los restos del Grupo de Lima.