El fallo de la Suprema Corte de Estados Unidos declarando ilegal el aborto en los hechos en un gran número de entidades federativas constituye uno de los retrocesos más graves en materia de libertades en años recientes en ese país. Aunque hay varias maneras en que los partidarios del derecho de las mujeres de decidir libremente sobre su embarazo pueden limitar los efectos de esta decisión, o contrarrestarlos, el impacto es innegable. Hay muchos ángulos desde los cuales se puede analizar el lamentable desenlace de medio siglo de lucha del conservadurismo norteamericano; me voy a limitar a dos, relativos a la estrategia que siguieron los activistas “pro-choice” desde hace cincuenta años, y a la que pueden emprender ahora.
Entiendo la lógica del movimiento de mujeres y de sus aliados políticos. A partir del fallo de 1973 permitiendo la interrupción del embarazo en el territorio norteamericano, todo el mundo más o menos se dio por bien servido. El movimiento se durmió en sus laureles, y no se insistió en buscar un corolario legislativo de Roe v. Wade. Por las mismas razones que muchos activistas negros y latinos en los años setenta y ochenta prefirieron librar las batallas por sus derechos en los tribunales en lugar de las cámaras, los defensores del derecho al aborto se sintieron satisfechos con su victoria judicial.
Entre 1973 y la semana pasada, surgieron tres momentos en los cuales existía la posibilidad –de ninguna manera la certeza– de que ambas cámaras del Congreso estadounidense hubieran podido aprobar el equivalente de la Ley Weil que legalizó el aborto en Francia en 1975. Entre 1977 y 1980, durante la presidencia de Jimmy Carter, los Demócratas dispusieron de una cómoda mayoría en la Cámara de Representantes, y de 61 votos en el Senado. Como se sabe, debido a la regla del llamado filibuster, se necesitan 60 votos para aprobar una ley controvertida en la Cámara alta. Los demócratas los tenían. Claro está, no todos sus senadores eran “pro-choice”, pero había algunos republicanos que los hubieran acompañado.
Lo mismo sucedió con Bill Clinton en 1993-1995, solo con 57 senadores, pero con apoyos de senadoras republicanas que probablemente se habrían pronunciado a favor. Y con Obama, durante los primeros dos años de su mandato, hasta la muerte de Edward Kennedy, se dio la misma configuración. Ninguno de los tres presidentes, ni siquiera las esposas del segundo y tercero, insistieron en que se diera la lucha por aprobar una ley legalizando la interrupción de embarazos. Habría resultado desgastante, hubiera polarizado a la sociedad e impedido el avance en otros frentes (Obamacare en 2009), sin duda. Y nada garantizaba, ni garantiza hoy, que una ley de esta naturaleza no pueda ser revertida por una mayoría republicana algún día, aunque hace muchas décadas que el partido de derecha no alcanza la cifra de 60 senadores. Una pena, y peor, un error.
Una segunda reflexión se refiere a la estrategia que se siga ahora. Por varias razones, es grande la tentación de abrazar la tesis de la interseccionalidad y de equiparar la lucha de las mujeres por el derecho al aborto con el de los homosexuales y las lesbianas por el matrimonio, el derecho a la adopción, y el de los transgéneros por una multitud de cambios a prácticas discriminatorias. Entre otras razones, destaca, desde luego, la opinión del ministro Clarence Thomas, que afirmó que el mismo razonamiento jurídico sobre el aborto, a saber, que la Constitución no prevé el derecho al aborto, ni a la contracepción, ni a los matrimonios del mismo género, ni las relaciones homosexuales consensuales, debe aplicarse a estos otros casos.
Pero yo creo que los defensores de Roe v. Wade y del derecho al aborto en Estados Unidos se equivocarían si amalgamaran todas estas luchas. Hay una importante mayoría de la sociedad norteamericana a favor del derecho a interrumpir un embarazo. Empieza a ser el caso con los matrimonios gay (aunque no del todo), pero de ninguna manera con los temas transgénero. Ya ni hablemos del “critical race theory” o la explicación de la historia de Estados Unidos a través del racismo sistémico, con la cual estoy en gran parte de acuerdo, como consta en mi libro Estados Unidos: en la intimidad y a la distancia. Pero juntar todo en una gran lucha de las minorías oprimidas contra el hetero-patriarcado neoliberal y racista hoy en Estados Unidos es un error. Están a punto de cometerlo.
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