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El abominable hombre de las guerras

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Telésforo era un gochito diminuto de Ureña en esa línea fronteriza que hace seguidilla con Herrán y Ragonvalia del otro lado de la frontera y que se elevaba al infinito para alcanzar la patria con la mochila de combate en la espalda y el fusil terciao en esas extenuantes marchas de aproximación que se hacían frente a las posiciones defensivas en la frontera con Colombia después del 9 de agosto de 1987.

Eran los tiempos de la incursión de una corbeta colombiana en las aguas del golfo venezolano. Mientras la patrullera criolla se ponía de tú a tú con la colombiana en un reto que colocaba la chispa de la guerra en un exceso de adrenalina de alguno de los comandantes de a bordo, en el impulso patriotero de alguien de la dotación, o simplemente en cualquier malentendido mientras ambos navíos se iluminaban en el acompasado cabecear que hacían en las tranquilas aguas del Caribe. Los cielos venezolanos en ocasiones trazaban la supersónica estela de una pareja de F16 que hacía presencia soberana arriba mientras abajo, en unas aguas que no calzaban en disputa hasta ese agosto, ambos oficiales al mando se dirimían en un escalofriante duelo verbal a través de la frecuencia operativa.  Al sur de las amenazas navales, casi 1.000 kilómetros después, en línea recta y pisando la frontera común frente a San Pedro del Río, nuestro Telésforo, un distinguido del primer pelotón de fusileros de la tercera compañía, se empinaba su enésimo tinto del día y se sacudía eufórico. ¡Mi teniente! ¿Qué esperamos? ¡Tenemos dos días aquí y no hemos visto acción! La histórica célula combativa del tachirense forzaba cada momento al oficial al mando,  a darle una respuesta de freno y de paciencia. Si por Telésforo hubiese sido, ya el estandarte del batallón estuviese ondeando en Cúcuta al menos. La chispa cuartelera que siempre ha acompañado a los gochos se transpiraba emocionalmente con el Telésforo del batallón de infantería Carabobo en los ocho días que tenía instalado el vivac frente a sus pares colombianos que tenían igual tiempo de concentrados y desplegados al otro lado. Listos para maniobrar con su fusilería,  con sus ametralladoras de 7,62 mm, con sus morteros de 81 mm y con sus amenazadores cañones sin retroceso de 106 mm. Ambas fuerzas a punta de una indiscreción en el disparador sudado y nervioso del fusil de algún Telésforo de lado y lado, que iba forzar la escalada y a desenjaular los demonios de la guerra que nunca en la historia, habían subido al ring a los dos países en un enfrentamiento convencional.

Era el 17 de agosto de 1987. No era un lunes cualquiera. A pesar de que venezolanos y colombianos aún no sentían en sus rutinas, la espesura agria de la pólvora ni el sudor del apresto, y el ronroneo de los motores de aviones y buques que estaban apagados a la distancia, la tensión entre Bogotá y Caracas estaba en el máximo del apogeo nacionalista y patriotero. Los esfuerzos diplomáticos para evitar el tiroteo ya habían rendido al máximo. Los embajadores habían tirado la toalla. Los acercamientos políticos para anular la escalada se habían sometido y sus representantes habían levantado las manos en señal de imposibilidad y anulación. A esa hora y fecha la energía se concentraba en apoyar a cada presidente desde su esquina. Se habían entregado. La rendición de la paz era un hecho y el fantasma de los primeros enfrentamientos se empezaba a hacer realidad. Después de 8 días de movilización militar, de concentración de unidades y despliegues apresurados, no maniobrar era una extravagancia y una paradoja. Los mandos querían probarse. Ver hasta donde el temple y llamado de la corneta lastimera que llama diariamente en los patios de formación de lista y parte, a recordar el juramento de defender la patria y sus instituciones hasta perder la vida; se justificaba. Telésforo llamaba a esa impaciencia y esa intranquilidad por disparar, ver si teníamos tabaco en la vejiga como sus abuelos cruzando para allá y para acá en las mulas de la guerrilla, y disparando sus máuser aceitados de diez tiros y las capsulas disponibles de carga básica. Este era el momento. Ambos comandantes en jefe acunaban en su mente y en eso que llaman en los comandos, la soledad del jefe, la decisión de ir a la guerra. Y después de allí, si se cruzaba la línea de partida o salía algún misil de las patrulleras, el desastre. En Miraflores ya habían decidido desde temprano y desde allí ya se había lanzado la advertencia. En Nariño aún se manejaban dudas, todavía se oían apreciaciones y evaluaciones. Los desarrollos no eran nada favorables ante la realidad del otro lado. Hasta allí estaba imponiéndose la ciencia de contrastar la calidad, la cantidad, los niveles, los aprestos, los números. Esa es la ciencia de la guerra, pero está también la maniobra, el liderazgo, la moral y el entrenamiento que hacen la diferencia con el comando, en pleno campo de batalla. Y ese es el arte de la guerra que puede hacer la diferencia en los resultados. Y por allí empujaban los mandos militares colombianos a su comandante en jefe, para continuar estirando la realidad y seguir escalando hasta que sonara el primer disparo de cualquier lado y los Telésforo, bailadores del vallenato de Carraipía o Cuestecita, o los de Rubio o Seboruco tomadores de miche y de tinto como el nuestro, pusieran rodilla en tierra y el dedo índice en el disparador. Y de allí el desastre, como decíamos de entrada.

Eran las 11:45 pm de ese inicio de la semana laboral. Antes de la medianoche, Telésforo, un gochito diminuto de Ureña, tomador de tinto y descendiente de alguna de esas cabalgatas caudillistas de finales de siglo XIX y principios del XX, se quedó con su café caliente recién servido y su fusil automático liviano en la mano, cuando el teniente comandante de su pelotón, le ordenó. ¡Vamos a recoger el campamento. Se acabó la guerra! Afortunadamente.

A 35 años de la incursión de la ARC Caldas en el golfo de Venezuela.

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