OPINIÓN

El abominable cochino navideño

por Raúl Fuentes Raúl Fuentes

Iba a comenzar esta descarga con un ¡por fin llegó diciembre!, pero esa expresión no corresponde al acelerado tic-tac de la vejez. Decidí, pues, cambiar de tercio y tomar el atajo de las efemérides. Hoy es 1° de diciembre y, por disposición de la Organización Mundial de la Salud, se celebra el Día Mundial del Sida, ingrato preludio al holgorio continuado característico del mes en curso. También, tal día como hoy, en 1948, Costa Rica oficializa la abolición de sus Fuerzas Armadas, iniciativa infortunadamente no emulada por los gobiernos adictos a juegos bélicos y clientes bien atendidos, comisión mediante, por los proveedores y fabricantes de armas. Con la eliminación de sus ejércitos, la nación centroamericana entró en la exclusiva lista de países libres de la plaga castrense: Andorra, Liechtenstein, Barbados, Islandia, Islas Marshall, Mónaco, Panamá y, por supuesto, el Vaticano con su vistosa Guardia Suiza y su legión de monjes, misioneros y curas entrenados para salvar almas, y privilegió la educación: «Una nación que continúa año tras año gastando dinero en defensa militar y no en programas sociales, se acerca a la perdición», afirmó con sobrada razón Martin Luther King, Jr.

La sensata decisión de la Junta Fundadora de la Segunda República, presidida por José Figueres, se originó exactamente una semana después del golpe militar del 24 de noviembre de 1948 contra Rómulo Gallegos, perpetrado por los tenientes coroneles Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Evangelista Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez. La presente es, además,  fecha emparedada entre dos lamentables eventos acaecidos en 1952: el desconocimiento de la victoria de URD en las elecciones de la asamblea constituyente encargada de designar al primer mandatario, el 30 de noviembre, y la proclamación, el 2 de diciembre, del beneficiario de la estafa comicial, Marcos Pérez Jiménez, como presidente provisional de los Estados Unidos de Venezuela —así se llamó, desde 1864 hasta 1953, la República apellidada bolivariana en el bodrio constitucional de 1999 por antojo de Hugo Chávez—.

Se deploran ayer, hoy y mañana aquellos tres días infames durante los cuales se instrumentó la promesa de una paz sepulcral, garantizada por Pedro Estrada y la siniestra Seguridad Nacional.

Y aquí estamos, 67 años después de aquel arrebatón consumado en nombre del nuevo ideal nacional —paparrucha retórica inventada quizá por Laureano Vallenilla Planchart—, esperando el postrer suspiro de 2019, año de promisorio comienzo y, de no producirse un súbito despertar de una sociedad aletargada, decepcionante final, destinado a ser considerado annus horribilis, uno más de los padecidos bajo el manto escarlata de la opresión castro bolivariana. Acaso sobren los signos de admiración y el infantil alborozo ante la Navidad por venir y los consecuentes chantajes afectivos inherentes a esa cristiana y familiar celebración, cuyo carácter y solidarios rituales debemos en gran parte de Occidente al escritor inglés Charles Dickens y a su aclamado A Christmas Carol; a las tribulaciones y contrición del señor Ebenezer Scrooge, y a los fantasmas de las Navidades pasadas, presentes y futuras —las circunstancias relacionadas con la escritura de la obra están contadas en la novela de Les Standiford The Man Who Invented Christmas, versionada en película homónima dirigida por Bharat Nalluri en 2017—.

Nuestros festejos decembrinos solían sazonarse con algo del aliño dickensiano y, entre gaitas, hallacas y pesebres ornados con nieve de mentira y asexuados renos de papier-mâché, se colaban el pino recargado de brillantes esferas espejeando luces multicolores, las tarjetas de felicitación ilustradas con paisajes invernales, las coronas de muérdago, las guirnaldas doradas y rojiverdes y el ¡jo-jo-jo! de un viejito gordiflón vestido de rojo, ¡zape! Pero, llegó el comandante “imperecedero” y mandó a parar con el argumento de la enajenación cultural y la penetración capitalista; sus alegatos sin embargo, no convencieron a nadie y la gente, hasta el sol de hoy y en la medida de lo posible, ha seguido bailando, bebiendo y jugando al amigo secreto en sincrética parranda.

Lamentablemente, desde hace algún tiempo, Santa brilla por su ausencia, porque, cual sostuviera dos o tres años atrás un procaz comediante de la escuela Álvarez Guédez, en Venezuela ya no hay gordos a causa de la dieta socialista y nadie está dispuesto a rayarse vistiéndose color carmesí y, mucho menos, a llamarse como el usurpador. Y, aún así, señoras y señores, llegó diciembre y con él los convencionales votos de la felicidad y prosperidad, eso sí, para el año entrante: el saliente ya no tiene vida. Eso está bien y es lo acostumbrado. Y lo recomendado por las agencias publicitarias a anunciantes sin inventario, embarcados en millonarias pre-compras. Y con los villancicos, pesebres y arbolitos, sale a flote la peor faceta del codicioso Sr. Scrooge y se impone la especulación en el marco de una economía en terapia intensiva, dolarizada o, más bien dolorizada. Y aquí, aunque parezca una maniobra de distracción, viene a cuento otro inglés, John Maynard Keynes: «Mediante un proceso continuo de inflación, los gobiernos pueden confiscar, secreta e inadvertidamente, una parte importante de la riqueza de sus ciudadanos»;  no profundicemos, empero, en abstrusas cuestiones económicas y posterguémoslas para enero si el tiempo y la proximidad del carnaval lo permiten, tal hacen los mecánicos, electricistas, plomeros y toderos.

Démosle largas, por ahora, a los balances y pronósticos sobre lo ocurrido durante el moribundo 2019 y lo por suceder en 2020. Con dos presidentes es necesario duplicar los esfuerzos con el fin de ofrecer al lector no un resumen satisfactorio de lo acaecido a lo largo de 2019, mas sí un presagio menos escatológico que el clásico cubano: comeremos mierda, según los pesimistas; no alcanzará para todos, de acuerdo con los pesimistas.

Enfrentados el gobierno de derecho y el de hecho, solamente resta apropiarse de una frase atribuida al siete veces primer ministro de Italia, el «turbio e inteligente» Giulio Andreotti, y afirmar: «el poder desgasta más a quien no lo tiene», y a buen entendedor… Pasemos a tratar lo atinente al título de estas divagaciones.

No atañe el encabezado a ninguno de los golpistas de 1948, apodados Los Tres Cochinitos, cual tramposa marca de manteca vegetal; tampoco al Sus scrofa domestica —¿cómo nos quedó el latín?—, «ese viejo cristiano» ensalzado por Xavier Domingo en La mesa del Buscón (1981), anatemizado por el código talmúdico y la ley islámica, y estrella indiscutible de las vernáculas comilonas pascuales: ¡de ninguna manera!; se refiere, sí, a la convergencia del ¡tírame algo! incrustado en el ADN nacional, normalizado por las humillantes prácticas caritativas nicochavistas— remiendos de consolación en ausencia de programas dignos y sustentables de seguridad social—, y la requisitoria más representativa de la extorsión emocional distintiva de estos días de gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad: el aguinaldo.

Pergeñado por lo general en deleznable caligrafía, el “dame mi aguinaldo”, adherido a un puerco cada vez más grande, obeso, feo y conspicuo, colocado en el mostrador o a lado de la caja registradora en establecimientos comerciales de toda guisa, colgados del manubrio del carrito de los helados o del cuello del vendedor ambulante, se ha convertido en casi obligatorio subsidio a las bonificaciones de fin de año para los empleados e incluso los dueños de esos negocios. Y debe ser satisfecha aquiescentemente con hipócrita cortesía: de lo contrario, en el mejor de los casos, te ganas una mala cara y un comentario sotto voce tildándote de pichirre cuando no de hijo de puta, reacción no muy sintonizada con el espíritu navideño. A eso hemos llegado. Y, al constatar la ubicuidad de la detestable alcancía porcina, uno se pregunta cómo haremos para, una vez pongamos término al inicuo modo de dominación bolicastrista, dignificar con trabajo a tanto pedigüeño por obligación y mala educación y liberarlos de su esclava sujeción, para redondear la arepa, al abominable cochino navideño. Por cierto, se me olvidaba: en la granja orwelliana (Animal Farm, 1945) el poder absoluto lo ejerce un avatar de Stalin, el cerdo Napoleón, y mañana, 2 de diciembre, es el Día Internacional para la Abolición de la Esclavitud.