“…no termino de comprender a los países que no entienden que la dictadura nicaragüense es de un grado de violencia extrema. ¿Qué se necesita para comprender que no se les está permitiendo a los candidatos ser libremente candidatos, que hay un pueblo desesperado clamando por libertad?”.
Estas fueron las palabras del representante permanente de Uruguay a propósito de la reunión del Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos, celebrada el miércoles 20 de octubre, en la que se aprobó una Resolución (24 votos a favor y 7 abstenciones) exigiendo en lo esencial la liberación inmediata de todos los opositores encarcelados en Nicaragua, entre ellos, los candidatos presidenciales puestos fuera de circulación por el régimen para facilitar la ya inevitable reelección de Daniel Ortega el próximo 7 de noviembre.
La intervención del embajador Washington Abdala fue entendida como una reacción al voto y cuestionables argumentos de los representantes de México y Argentina, quienes, junto a sus pares de Barbados, Bolivia, Guatemala, Honduras y San Vicente y las Granadinas, conformaron el inescrupuloso bloque abstencionista.
Cualquier persona de a pie, digamos en Nicaragua y Venezuela, víctimas de las atrocidades que cometen sus ilegítimas autoridades de facto, se preguntan, tal como el distinguido embajador de Uruguay: ¿qué más hace falta para que la comunidad internacional, y en especial los países del continente, se pongan de acuerdo en algún mecanismo consensuado que haga frente a la peligrosa e impune deriva autoritaria que los somete a diario?
A ese mismo doliente desprevenido se le puede dar como respuesta que, en teoría, el sistema interamericano ha contado siempre con una serie de instrumentos, comenzando por la misma Carta de la OEA (1948), cuyo propósito fundamental es promover y consolidar la democracia representativa, pasando por la Resolución 1080, aprobada en 1991, que por vez primera habilitó a la Organización, en caso de ruptura del orden constitucional o golpe de Estado, a establecer las sanciones y medidas que considerase adecuadas.
Luego desembocamos en la Carta Democrática Interamericana (11.09.2001), mandato de la III Cumbre de las Américas celebrada en Quebec, Canadá, de abril de ese mismo año, concebida como un complemento normativo de refuerzo a los otros instrumentos de la OEA para la defensa activa de la institucionalidad democrática representativa. En otras palabras y supuestamente, “La Carta Democrática Interamericana otorga a los gobiernos del hemisferio una nueva brújula para guiar su acción colectiva cuando la democracia enfrenta peligros”. En ese sentido, establece procedimientos que deben seguir los Estados miembros, no solo cuando la democracia se interrumpe totalmente, caso de un golpe de Estado, sino cuando el orden democrático ha sido seriamente alterado y la democracia se encuentra en riesgo. Este segundo enunciado aplica cabalmente al caso de Nicaragua.
No obstante, se puede señalar que todos estos instrumentos arriba mencionados adolecen de un defecto de fábrica que ha obrado permanentemente en contra de su efectividad. Si observamos, por ejemplo, el mismo artículo primero de la Carta de la OEA sobre su naturaleza y propósitos, ya se advierte que ninguna de sus disposiciones la “autoriza a intervenir en asuntos de la jurisdicción interna de los Estados miembros”. Esto impone limitantes a primera vista.
La propia Carta Democrática Interamericana, si bien representa ese esfuerzo colectivo de adaptar normas a las nuevas realidades políticas, acoge el mismo espíritu de la Carta de la OEA en su primer considerando, donde se reconoce que uno de los propósitos de la entidad regional es promover y consolidar la democracia representativa, pero dentro del respeto del principio de no intervención. Una camisa de fuerza que ha sido fiel acompañante de la jurisprudencia interamericana.
Son estos acicates a los que se aferran precisamente los gobiernos de Argentina y México para justificar sus condenables posiciones abstencionistas cómplices, y que lamentablemente debilitan los intentos de condena colectiva a las arbitrariedades autoritarias de Daniel Ortega. Es esa visión ideológica petrificada en el tiempo que concibe al orden internacional regido esencialmente por el respeto a la personalidad, soberanía e independencia de los Estados, en contraposición a las nuevas prioridades mundiales contemporáneas del derecho internacional que colocan los derechos humanos y las libertades fundamentales en primer plano
Nuevamente, la mala noticia para un ciudadano común y corriente que reclama y espera una actuación más efectiva y decisiva de la institución por excelencia llamada a proteger el orden democrático continental, es que su menú de opciones no es muy variado.
La Carta Democrática Interamericana prevé que en caso de que en un Estado Miembro se produzca una alteración del orden constitucional que afecte gravemente su orden democrático, el Consejo Permanente de la OEA podrá activar los mecanismos diplomáticos considerados necesarios para restablecer la normalización de la situación. Cuando las gestiones diplomáticas y de buenos oficios resultan infructuosos, el mismo Consejo puede convocar un período extraordinario de sesiones de la Asamblea General de la OEA “para que ésta adopte las acciones que sean apropiadas” incluyendo (nuevamente) gestiones diplomáticas. Si estas nuevas gestiones diplomáticas para corregir la ruptura del orden democrático fracasan, la Organización considerará la suspensión del Estado en cuestión “del ejercicio de su derecho de participación en la OEA…” ¿y?
Sin embargo, la experiencia ha demostrado que la suspensión de un Estado Miembro no constituye garantía para el restablecimiento del orden constitucional democrático. Si no, pregúntenle a Diaz-Canel y a sus despreocupados socios ideológicos de Venezuela y Nicaragua que seguro muy cómodos se habrán de sentir ante ese escenario de cada vez mayor aislamiento político que les espera.
Pero, es hasta aquí donde solo puede llegar “el brazo justiciero” de la Organización, ni más ni menos una realidad que opera en favor de los despropósitos de los regímenes autoritarios que continúan su travesía sin fuerza efectiva alguna que los detenga.
Daniel Ortega en Nicaragua, y Nicolás Maduro en Venezuela, pueden quedarse tranquilos.
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