Era 1967. Recién graduada en la Escuela de Química, UCV, a la que debo mi formación inicial, me dirigí hacia el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) en búsqueda de nuevos rumbos para encauzar mis ansias de superación y saber. Con apenas 8 años, el IVIC se labraba fama internacional como instituto de alto nivel académico que contribuía con el país a la solución de problemas y formación de recursos mientras hacía investigación de frontera, publicada en prestigiosas revistas especializadas.
Por un lado, proyectos experimentales, muchos de ellos centrados en la resolución de problemas nacionales: investigaciones sobre microbios patógenos, pruebas genéticas de paternidad, estudios nutricionales, física nuclear aplicada a la esterilización de equipos hospitalarios, proyectos en petróleo, pruebas diagnósticas novedosas surgidas de sus laboratorios y tantos otros programas exitosos también en formación de recursos humanos de alto nivel, en prueba de aporte al país; por el otro lado, Jesús Soto, Marisol Escobar, Alejandro Otero, Carlos Cruz-Diez, Lía Bermúdez… y sus magníficas obras de arte, acompañándonos en nuestro discurrir académico, mudos testigos de alegrías y tristezas.
Hoy el IVIC está abandonado a su suerte. Ni director tiene. El pasado 14 de octubre, hace ya casi dos meses, el Ministerio de Ciencia y Tecnología presentó a la comunidad del IVIC a su único candidato a suceder al actual director en la dirección institucional.
Desde entonces, nada más ha pasado. El director vigente ha abandonado de hecho sus responsabilidades institucionales, dejando al instituto y a su personal al garete, mientras el director designado (que no electo) no puede asumir funciones por carecer de nombramiento oficial.
La pandemia que nos azota desde marzo de 2020 y la plaga «revolucionaria» que nos castiga desde hace casi 23 años se han llevado por los cachos al país y por supuesto, al IVIC. No podía ser de otra forma. El país es otro, más triste, más menesteroso; también el IVIC. La infraestructura, deteriorada por años de abandono y su biblioteca desactualizada, otrora orgulloso centro de referencia bibliográfica científica para América Latina y el Caribe, dan fe de la orfandad institucional.
Del instituto estudioso y pujante queda todavía gente valiosa que trabaja y se esfuerza por salir adelante en laboratorios carentes de recursos, gente que tozudamente insiste en mantener vivo al IVIC a pesar del deterioro institucional representado en magros presupuestos para investigación y en numerosas vacantes, surgidas del alejamiento de un personal altamente calificado que ha abandonado sus mal remunerados cargos en busca de un futuro mejor, casi siempre fuera del país, huyendo de la miseria circundante. Un personal remanente ahora más dedicado, como es natural en estos tiempos tormentosos, a sobrevivir en medio de la penuria nacional, más pendiente de recibir míseras bolsas de comida que rara vez llegan y aguinaldos que no compran ni una docena de huevos.
El desprecio por el conocimiento como política de Estado y la esencia totalitaria del régimen han hecho que todos los institutos de investigación y las universidades nacionales fueran ahogados por falta de recursos para ejercer sus funciones, fueran perseguidos o amedrentados sus profesores e investigadores y sometidos a sueldos humillantes, en un intento vano por acallar las voces libertarias propias de las instituciones académicas.
El desprecio por el conocimiento, la ignorancia como virtud son ahora política de Estado.
El IVIC apenas sobrevive a la espera de ese tiempo futuro que marque el nacimiento de una Venezuela próspera. También sufren Soto, Cruz-Diez, Escobar… cubiertos de maleza y suciedad, perdido el brillo de épocas pasadas, huérfanos de las miradas cómplices de quienes se acogían a su sombra para contarles sus cuitas y explicarles sus hallazgos. Ya no hay tiempo para ellos. La dureza de la vida venezolana bajo la revolución fallida nos ha cegado a las bellezas del entorno, nos impide disfrutar de los atardeceres magníficos que de vez en cuando desparraman sus colores en nuestra montaña, nos hace sordos al sonido del viento entre las hojas. El IVIC apenas sobrevive a la espera de ese tiempo futuro que marque el nacimiento de una Venezuela próspera.
Por los momentos, el encanto del quehacer científico y su armonía con la poesía del paisaje circundante parecen remotos. Pero regresarán, seguro que sí, y el IVIC volverá un día ojalá cercano a resplandecer con sus jardines cuidados, las obras de arte valoradas y una actividad científica rutilante, cuando este país, nuestro país, retome la senda de la civilidad hacia un destino mejor.