El viernes pasado terminó ocurriendo lo que más probabilidades tenía de hacerse realidad, la toma de posesión de Maduro mediante la realización de los actos protocolares del caso: juramentación ante el Poder Legislativo Nacional, reunión en Miraflores con los invitados internacionales y el desfile militar en la avenida Los Próceres. Para Maduro y el régimen era de vida o muerte materializar la toma de posesión; en concordancia con esa situación echaron el resto. Aunque se pagara el precio de resultar desangelada, con nula asistencia de personalidades relevantes de la política (solo atendida por los tiranos de Cuba y Nicaragua), rechazada por la comunidad internacional democrática y ayuna de acompañamiento ciudadano. Concomitante con lo anterior fue la imposibilidad de que Edmundo González Urrutia, el real presidente electo, pudiera apersonarse en el país y juramentarse como presidente constitucional. Lo cual fue siempre una quimera por las complicaciones políticas, logísticas y de seguridad para materializar ese escenario.
Para que hubiese sucedido lo contrario habría hecho falta que el país estuviese inmerso en una situación de conmoción política de tal magnitud que alterara significativamente la gobernabilidad del régimen, como la ocurrida en 2002 cuyo culmen fue el 11 de abril. Tiempos en los cuales hubo un paro general exitoso, diarias y caudalosas movilizaciones ciudadanas de protesta y un quiebre paulatino de la fidelidad de sectores importantes de la FAN que concluyeron con la pérdida de su control de parte del gobierno de Chávez.
Paradójicamente, a pesar de que en la actualidad hay un mayor grado de rechazo ciudadano al régimen, tal como lo atestiguó la votación del 28 de julio, no solo el fraude fue posible sino que a día de hoy sus perpetradores están al dominio de la situación a pesar de su ausencia de legitimidad de origen, desempeño y de un aislamiento internacional creciente que incluye a sectores políticos antaño aliados. Dominio que se basa en el terrorismo de Estado contra quienes disienten del régimen y rechazan el desconocimiento de la soberanía popular.
Lo clave en la presente situación es el control ejercido sobre la FAN y cuerpos de seguridad del Estado, lo cual no quiere decir que la mayoría de sus integrantes lo apoyen. De hecho, se afirma que en los centros de votación donde votaron miembros de la FAN los resultados son similares a donde sufragaron solo civiles. Pero sí que los instrumentos de control y prevención al seno de esas instituciones son severos y eficaces. No es sencillo, y menos en las presentes circunstancias, que la voluntad personal de un miembro de esas instituciones escale a la expresión práctica y grupal de la misma en contradicción con la cadena de mando.
A lo anterior habría que agregar que la muy justificada jornada de protesta del 9 de enero convocada por María Corina y otros dirigentes políticos y sociales democráticos sirvió para expresar con claridad el rechazo al fraude y a una toma de posesión írrita e ilegítima, pero que no tuvo la envergadura para crear las condiciones que impidieran la juramentación de Maduro. Debo registrar como errores no provocados que en algunos mensajes de convocatoria se caracterizaba la jornada como una suerte de ofensiva final, de día decisivo; y el anuncio de la venida de Edmundo a Venezuela que contribuyeron a crear falsas expectativas. Asunto que puede derivar en frustración en la sociedad y pérdida de credibilidad en el liderazgo democrático.
Lo real es que Maduro logró su juramentación y continúa en Miraflores, eso sí, más débil y con un mayor aislamiento en el seno de la comunidad internacional y pendiente de sufrir represalias de gran calado. Pero nada todavía de que “esto se terminó”. Algunos sostienen que el régimen está estratégicamente derrotado, amortizado. Lo anterior puede ser cierto, solo que los efectos de esa situación no generan ni fatal ni automáticamente su cese.