Para que la mesa no quede lunanca debemos completar el trípode, el trabajo es el tercer pilar que le sirve de soporte. Y, ¿qué es el trabajo? Según el Diccionario Católico que trae la Biblia, es la aplicación de las energías intelectuales y físicas del hombre para aprovechar los recursos de la naturaleza ya sea en beneficio propio o de la sociedad. Y agrega, el trabajo como función natural enriquece a los seres humanos tanto en dones materiales como en los espirituales.
Consideramos muy justo rendirle culto al trabajo en razón de que, además de cumplir una función social, constituye una obligación natural de los seres humanos debida a la necesidad primordial de trabajar. Con base en la trascendental importancia que tiene para la sociedad humana, la Constitución Nacional le consagró legalidad (artículo 87) al establecer: “Toda persona tiene derecho al trabajo y el deber de trabajar”. San Pablo, basado en sus principios de justicia y santidad, predicó el trabajo como una virtud.
Y, ¿cuándo empezó el trabajo? La respuesta es muy sencilla, cuando los primeros hombres aparecieron en aquel inhóspito mundo. Y, al no contar con instructores que les enseñaran algo empezaron a pensar cómo aliviar sus tantas penurias (Platón dijo que allí empezó la filosofía) y pusieron manos a la obra. Y ¿cuál fue la causa que lo determinó? Naturalmente, la necesidad de sobrevivir, para lo cual se requería aprender a trabajar, a resolver algunas de las cruentas necesidades que les agobiaba. Esto nos motiva a pensar que allá tuvieron su nacimiento dos escuelas: la del trabajo y la de la educación.
Nos interrogamos ahora, ¿cómo trabajar? En diversas formas, ya sea en forma mental, física o espiritualmente. Pero en todos está presente la capacidad intelectual. Ello da lugar a infinidad de tipos de trabajo, pero, afortunadamente, en ninguno de ellos está ausente la capacidad intelectual del hombre.
Cabe otra interrogante: ¿cómo llegamos a este mundo? Sin nada, veníamos desprovistos de todo. Al llegar, solo encontramos lo que otros ya habían hecho. Contábamos sí, en esos momentos, con el profundo y delicado amor de nuestros progenitores, quienes con incomparable alegría nos esperaban. ¡Qué sublime riqueza!
Ciertamente, quienes nos precedieron en la vida justificaron su existencia: trabajaron mucho, en prueba de ello nos dejaron comodidades, inventos, obras artísticas y literarias, credos políticos y religiosos; legados materiales e inmateriales, entre estos últimos la gran cultura. Así, cumplieron su gran misión, trabajaron y enseñaron a trabajar, obligación que se transmite de generación en generación. Entre los legados intangibles dignos de transmitir están la educación, la capacitación de gente para trabajar, que sepan producir y administrar las riquezas, tanto las provenientes de la naturaleza como las nuestras, las producidas por manos humanas. Ahora nos toca a nosotros hacer y dejar a la posteridad, basados en aquella significativa frase: “Tras la vida de los seres humanos sus ejecuciones”.