El reciente Día del Maestro constituye una fecha propicia para tratar el tema de la educación.
Refundar la República, el gran proyecto que Hugo Chávez le propuso a Venezuela y con el cual logró seducir a una amplia franja del electorado hace un cuarto de siglo, tenía como una de sus ejes la “refundación” de la educación en todos sus niveles: desde la escuela básica hasta la universidad. Supuestamente, la educación durante el período democrático había sido elitesca, excluyente y antidemocrática. No había servido para redimir a los pobres e igualar la sociedad, sino para recrear las odiosas diferencias entre las clases sociales y acentuar la pobreza.
En los inicios del “proceso”, el plan de apoderarse del sistema escolar y someterlo se disfrazó de amplitud. Se creó el Plan Bolívar 2000 para mejorar la infraestructura educativa y la Misión Robinson con el fin de alfabetizar esa masa enorme de analfabetos “olvidados” por el “sistema educativo burgués”. Se fundaron Simoncitos, Escuelas Bolivarianas y universidades donde acudirían los hijos de los trabajadores, que ya no serían discriminados ni excluidos. La operación se complementó con un cerco financiero y político cada vez más asfixiante a las universidades autónomas y a los centros educativos que no aceptaban el credo socialista. La toma de la UCV en marzo de 2001 por un grupo de facinerosos financiados por el gobierno fue el preludio del acoso que luego se acentuaría cada vez más.
Con Nicolás Maduro, el hostigamiento a la educación ha sido incesante. La tenaza que más presiona la representa el envilecimiento del ingreso de los educadores. Desde el inicio de la democracia a partir del derrocamiento de Pérez Jiménez, los docentes de todos los niveles educativos formaron parte de las clases medias. Los más favorecidos eran los profesores universitarios, cuyos sueldos estaban entre los mejores de América Latina. Los docentes de bachillerato y los maestros de primaria, aunque no obtenían ingresos tan altos, su sueldo les permitía vivir en condiciones dignas. La profesión docente resultaba atractiva por diferentes motivos: garantizaba estabilidad económica y laboral; permitía definir un plan de largo plazo; se contaba con un seguro de salud sólido; propiciaba la formación continua porque los posgrados constituían un componente clave de la carrera profesoral.
Dentro de la clase media profesional venezolana, una de las más extensas y sólidas del mundo, el sector conformado por los docentes representaba un amplio segmento. Cuando Maduro asumió la presidencia en 2013, aunque ya se sentían los rigores de la crisis económica, esa franja pasaba del medio millón de personas.
En la actualidad, el sector educativo público no es ni la sombra de lo que era en el pasado. Los gremios docentes y algunos especialistas en el área han radiografiado con detalles el deterioro de las instalaciones educativas, las condiciones de los laboratorios, la calidad de los conocimientos que se imparten y el nivel de las remuneraciones percibidas por los docentes del sector público. No voy a insistir en esos temas, ampliamente conocidos. Solo subrayaré el impacto de la erosión de los ingresos de los docentes en la calidad de la educación y del sistema escolar como mecanismo de igualación social.
Remunerar con un salario digno a los profesores representa mucho más que un desafío económico para el gobierno o la sociedad. Si los docentes se empobrecen, como ocurre en Venezuela, los afectados no son solo los propios maestros y sus familiares, sino todo el cuerpo social. La ruina de los profesores de la enseñanza pública acarrea de forma inevitable la destrucción del sistema educativo y su desaparición en cuanto mecanismo para ascender socialmente a través de la creación de igualdad de oportunidades.
En Venezuela estamos viendo cómo la educación privada, en todos los niveles, realiza esfuerzos denodados para retener su planta docente. La distancia entre los ingresos globales de un profesor de la educación privada y uno de la pública es abismal y creciente. El académico del sistema público carece de los incentivos que se le conceden al del área privada. Esos estímulos son posibles gracias a los aportes financieros de las familias que envían a sus hijos a las instituciones privadas. Ese costo no puede ser asumido por la gran mayoría de los padres que obtienen el salario mínimo (incluidos los bonos) o que ganan un poco por encima del ingreso promedio. El costo de la educación privada es alto y no puede ser de otra manera. Solo la remuneración acorde con sus obligaciones del personal docente significa una erogación elevada.
El gobierno de Maduro estimula la ampliación de la brecha entre los grupos que pueden enviar sus hijos a la educación privada y quienes deben conformarse con que acudan a centros de enseñanza precarios, donde los profesores no asisten o lo hacen pocas veces a la semana, porque deben sobrevivir realizando otras actividades ajenas a la docencia.
Durante la era madurista, la educación se ha convertido en una poderosa maquinaria de reproducir y ampliar la pobreza. Aquel sueño de fundar una sociedad basada en las enseñanzas libertarias e igualitarias del maestro Simón Rodríguez terminó convirtiéndose en la pesadilla que vivimos hoy: escuelas, liceos y universidades públicas desoladas; profesores y estudiantes ausentes; maestros y alumnos huyendo por el Darién o por donde pueden. En contraste, vemos una educación privada que trata de mantener la calidad en medio de las limitaciones.
Todo, parte de un proyecto nefasto para someter al país y gobernarlo eternamente, aunque sea sobre sus escombros.
@trinomarquezc
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