Cuando estamos aún muy cerca del recién finalizado año escolar venezolano, parece ser un buen momento para hablar de las graves carencias que se han hecho crónicas en el sistema educativo nacional.
Son urgencias que no solamente se convierten en parte del día a día, sino que se profundizan con el paso del tiempo, haciéndonos temer por las generaciones que van egresando de nuestra educación, y mucho más por las que ingresan.
Un estudio de este año de la organización no gubernamental Con la Escuela, en 7 de los 24 estados de Venezuela –incluidos los 5 más poblados– arrojó que 22% de los estudiantes falta a clases para ayudar a sus padres, y en el segmento etario de 15 a 17 años es el caso de 45% de las adolescentes.
Lo cierto es que cantidades incontables de niños y muchachos optan por dejar de asistir a las aulas año tras año, abandonando así sus estudios regulares. Y, lo que es peor, también son cada vez más numerosos los docentes que abandonan el oficio.
Unos y otros lo hacen tanto por una profunda desmotivación como por la urgencia de correr, al costo que sea, tras la necesaria supervivencia, en una nación que ya no garantiza la protección del estudiante ni del docente para que puedan cumplir con sus obligaciones y deberes.
También hay que aclarar que muchos de quienes hacen el esfuerzo de seguir adelante, apenas asisten a los planteles unos dos o tres días a la semana, a contrapelo de todas las dificultades que deben afrontar para lo que debería ser un acto cotidiano de la juventud y la docencia, como lo es en cualquier país del mundo que tenga una vida medianamente normal.
Con el día a día que deben enfrentar quienes hacen vida en nuestras instituciones educativas, no es de extrañarse que el ausentismo sea rampante y creciente. Estamos hablando de edificaciones sin agua, con graves carencias de servicio eléctrico, con una infraestructura deteriorada que pone en riesgo a quienes albergan y con la ausencia de los más elementales insumos que permitirían hacer posible una labor educativa exitosa.
En este contexto sería demasiado pretender el contar con instalaciones imprescindibles, como canchas deportivas, instalaciones culturales o laboratorios equipados para el aprendizaje de las ciencias.
Y eso para no contar las numerosas adversidades que hay que vadear con el fin de poder dedicarle un día al estudio. Desde la insuficiencia de los ingresos para cubrir incluso las urgencias más elementales, como la comida misma, hasta la imposibilidad de poder adquirir libros de texto u otra clase de útiles escolares.
Todo este panorama dantesco es lo que hace que tanto los docentes como el alumnado opten por desertar. Y que el país quede en el más absoluto desamparo cuando se trata de proyectar un futuro, ya que no es otro el mensaje de las aulas vacías y en ruinas.
El éxodo del profesorado es incontenible. Unos sencillamente optan por cualquier otro oficio que les permita llevar algo más de provisión a sus hogares, ante los irrisorios y ofensivos honorarios que reciben en la actualidad.
Otros más toman una resolución definitiva y se aventuran a migrar, lo cual suena como una solución desesperada cuando se perdió toda la confianza en una eventual recuperación de su propia tierra, o porque sencillamente el reloj ya marcó la hora en la que no se puede esperar más.
Motivaciones similares acompañan a los alumnos que desertan y no regresan. Están desde aquellos que sienten que no vale la pena estudiar, porque el esfuerzo no será jamás compensado con las remuneraciones que un mercado laboral deprimido puede ofrecer a un profesional; hasta quienes sencillamente tiene que abandonar sus estudios para trabajar en lo que sea y colaborar de la manera que esté al alcance de la mano al sustento del hogar.
Cuando un joven abandona la escuela, se potencia y perpetúa un ciclo carencias materiales e intelectuales, que repercute en su entorno y en la sociedad toda; con el agravante de los números de deserción que crecen exponencialmente en nuestro panorama actual.
Estamos, por lo tanto, asistiendo a la desigualdad económica y social prolongada hacia el futuro y muy lejos de ser atajada, como debería corresponder. Es una espiral de problemas cada vez más difícil de derrotar.
Lo más lamentable de esto es que precisamente se le coartan todas las oportunidades a quienes las necesitan más, ya que la educación es la gran igualadora de las sociedades, la que saca adelante a las naciones, en una era donde el conocimiento es la clave del progreso.
En la situación actual, va a ser muy cuesta arriba recuperarse y las consecuencias se sentirán por años. Pero justamente por eso, urge el llamado a comenzar desde ya a enfrentar este cúmulo de errores, para al menos poder esperar que, en un futuro, podamos cambiar nuestro destino.