Los crímenes más aberrantes en el campo de la política se han realizado en el nombre de la patria. Tras la sacrosanta invocación, los tiranos de todos los tiempos han ocultado su sed de poder y su falta de todo tipo de escrúpulos. No encuentran mejor sostén para sus tropelías, para su sed de hegemonía, debido a que acuden a un valor ante el cual se han prosternado los pueblos a través del tiempo. No es la primera vez que tratamos el asunto en nuestros editoriales, pero la reciente amenaza de Maduro contra el presidente de la Asamblea Nacional obliga a trajinarlo de nuevo.
Ahora debemos recordar cómo la manipulación del delito de traición a la patria ha sido un mecanismo socorrido de los regímenes que se anunciaron como progresistas, o como promotores de revoluciones de izquierda. Los crímenes del Comité de Salud Pública encabezado por Robespierre durante la Revolución francesa fueron responsables de un interminable desfile de víctimas en el camino de la guillotina, hasta convertir a París y a otras ciudades en mares de sangre después de establecer una sinonimia entre la patria naciente y las necesidades de un grupo de burgueses desenfrenados y malvados.
Los procesos de Moscú, dirigidos por Stalin contra sus enemigos políticos, fueron célebres por su saña y por la infinita arbitrariedad que los distinguió, la arbitrariedad de la revolución soviética encarnada en un inhumano “padrecito”. Los más activos miembros del poliburó salían directamente al patíbulo porque lo necesitaba el supremo patriarca. Las figuras de las primeras nomenklaturas iban a dar con sus huesos a la cárcel, o directamente al paredón, sin necesidad de evidencias. La sola voluntad de Stalin, que se presentaba como resumen del interés soviético y de los anhelos proletarios, bastaba para “limpiar” el campo de estorbos.
La “limpieza” más reciente en este sentido fue ordenada por Fidel Castro contra el general Ochoa, un guerrillero de Sierra Maestra y un héroe de la guerra de Angola contra quien se llevó a cabo un escandaloso auto de fe como los que se efectuaban en los tiempos de la Santa Inquisición. Ahora la santidad era Castro, colocado en la cima de la beatitud por la bienaventurada patria cubana para reinar a solas en la cumbre, sin figuras capaces de brillar por sí solas, es decir, susceptibles de estorbar el sendero de los valores supremos que se depositaban en la persona del tirano.
Sin la celebridad de Stalin o de Castro, y sin el brillo de Robespierre, el disminuido Nicolás Maduro inaugura entre nosotros los autos de fe, en cuyo banquillo quiere humillar a Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional, porque cumple el deber de ventilar las atrocidades de la dictadura roja-rojita ante las democracias más reconocidas del mundo occidental.
Borges, representante legítimo de la soberanía nacional, el portavoz más autorizado de los intereses del común, quien sale al extranjero a hablar por sus electores ante autoridades que merecen general respeto, puede ser sometido a encierro cruel e injustificado por el resucitador de unos procesos famosos por la causa en la cual quisieron esconder sus canalladas y por los fúnebres cortejos de víctimas que encabezaron.
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