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Sergio Moro, Lula da Silva y Venezuela

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Sergio Moro nació en 1972 y a los 26 años logró convertirse en juez federal. A lo largo de su carrera se ha especializado en un tema de gran complejidad técnica: el lavado de dinero y los crímenes financieros. Ha publicado artículos dedicados a temas del Derecho, que han tenido particular sonoridad. Entre los cuatro libros que ha publicado, uno de ellos, El crimen de lavado de dinero, se ha convertido en una referencia para los jóvenes estudiantes de Derecho, que son miles y miles en Brasil, preocupados por el desafuero que ha alcanzado la corrupción durante los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff. 

En varios de los perfiles que los lectores pueden leer en Internet se destaca siempre que, hasta hace pocos años, el juez Moro no era la figura de enorme popularidad que es hoy. En 2014, varias de las publicaciones más importantes de Brasil lo reconocieron como el hombre del año, producto de las investigaciones realizadas por la Operación Lava Jato. En el año 2016, la revista Fortune lo incluyó como una de las 50 personas más influyentes del mundo.

En los últimos años, Moro ha actuado en una serie de casos que han concentrado la atención y el debate de la opinión pública de su país. Sergio Moro, y también otros muchos jueces, han comenzado a cambiar la percepción de que los poderosos son invencibles, impunes e intocables. Moro, a pesar de la múltiple e incansable presión ejercida por la maquinaria política y financiera que rodea a Lula da Silva, ha actuado conforme a los dictados de las leyes de Brasil. Ha evitado las trampas que le han tendido, las provocaciones e insultos. Los aliados de Lula da Silva intentaron sacar a Moro del caso, polarizando con él: si el juez hubiese caído en la tentación de personalizar su vínculo con el caso, habrían forzado su inhibición. Pero el juez no ha escuchado cantos de sirena. Se ha mantenido dentro de los códigos que le exige su función como juez, y ha continuado al frente del caso, al punto de conducir a Lula da Silva a prisión.

Durante mi reciente visita a Brasil conversé con el juez Sergio Moro. Me impresionó su vivo conocimiento de la situación en Venezuela, en términos generales y, obviamente, en lo referido a la vergonzosa realidad del sistema judicial. Para un profesional con su trayectoria, el nombramiento de jueces provisorios que no participan en concursos y que en su mayoría carecen de credenciales, y que, además, en los hechos son designados por el Poder Ejecutivo, está en el meollo de la destrucción del Estado de Derecho que ha ocurrido en Venezuela. Esta diferencia, la de un sistema judicial que ha logrado mantener la autonomía ante el inmenso poder de Lula da Silva, ha hecho posible que el proceso judicial por corrupción, haya alcanzado tan significativos avances. Moro ha debido resistir los ataques de las más poderosas constructoras de Brasil, del Partido de los Trabajadores y de la maquinaria político-financiera que dirige el ex presidente.

La escenificación que Lula y sus asesores diseñaron para su entrega a la policía, y el propio discurso de Lula merecen especial atención, porque ponen en evidencia, una vez más, las siniestras estrategias del populismo.

El lector que analice el discurso de Lula da Silva constará cómo, con un descaro sin par –solo comparable al descaro de Chávez– se presenta ante sus adeptos como una víctima del poder. El que ha sido el hombre más poderoso que ha tenido Brasil por más de una década, que se jactaba de ello y que contrataba encuestas que lo calificaban como el presidente más popular del mundo, se declara víctima de los medios de comunicación, de las instituciones del sistema judicial y de otros poderes.

Pero no solo eso: también, haciendo uso de una retórica cargada de patetismo –su discurso tiene aires de Martin Luther King y del asesino Mao Zedong–, dijo que irá a prisión por su apoyo a los pobres, por sus numerosos sueños de carácter reivindicativo (los venezolanos no hemos olvidado que Lula da Silva llegó al extremo de viajar a Venezuela para cobrar las deudas que el régimen había acumulado con Odebrecht). En ese mismo tono, entre cursi y desafiante, entre afirmativo y derrotado, aseguró que no perdonará, y que estos ataques lo fortalecen.

En Brasil me encontré con la insistente opinión de que la prisión de Lula da Silva marca el inicio del fin del populismo en Brasil y, de alguna manera, en América Latina. El derrumbe de la era Kirchner, el avance del proceso judicial en contra de Rafael Correa, el inminente triunfo de Iván Duque en las próximas elecciones en Colombia, el inicio de un gobierno de Sebastián Piñera en Chile, son hechos que anuncian mejores tiempos en América Latina. En medio de todo esto, el horror venezolano se vuelve cada día asunto más urgente para todos los gobiernos de la región y de Europa. La detención de Lula da Silva es mucho más que un asunto local. Para los venezolanos significa el juicio a uno de los más insistentes y eficaces promotores del poder de Hugo Chávez, la detención de uno de sus cómplices, la prisión de un promotor de negocios entre los dos países, cuyos costos para el país, en términos de sobreprecios y corrupción, todavía no conocemos.

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