No me refiero a Kim Jong-un, autodenominado Líder Supremo de la República Popular Democrático de Corea y Comandante Supremo del Ejército Popular de Corea del Norte, que desde 2011 encabeza la atroz dictadura dinástica, que instauró su abuelo Kim Il-sung, en 1948.
Tampoco hablo de Teodoro Obiang Nguema, que, tras dar un golpe de Estado a su tío, gobierna la República de Guinea Ecuatorial desde 1979. Este polígamo, al que Hugo Chávez llamaba “mi hermano”, encabeza un régimen torturador, asesino, ladrón y blanqueador de dinero –también ha sido acusado de canibalismo–, que cada tanto organiza elecciones, totalmente controladas por él, en las que obtiene triunfos con votaciones favorables que oscilan entre 93% y 97%.
Alguien podría pensar que el más odiado es Aleksandr Lukashenko, uno de los mayores expertos del mundo en organizar elecciones a su medida y perseguir a los opositores –también “hermano” de Chávez y Maduro–, que se ha apropiado del poder en Bielorrusia, a la que gobierna desde 1994. El “genio” de Lukashenko se revela en este dato: rechazado por la inmensa mayoría de los ciudadanos de su país, en las últimas elecciones, del año 2015, obtuvo casi 84% de los votos.
A esta lista podría sumar a otras joyas, de las que pocas noticias se reciben. Por ejemplo, Paul Biya, el dictador de la República de Camerún, otro experto en proclamaciones electorales, que gobierna ese país desde 1982, y cuyo expediente incluye fraudes electorales, violaciones de los derechos humanos, delitos de lesa humanidad y represión, y que es casi comparable al expediente de Nicolás Maduro. O podríamos recordar a Yoweri Kaguta Museveni, que gobierna Uganda desde 1986. O el insólito caso de Isaías Afewerki, que gobierna Eritrea desde 1993, y que no ha convocado elecciones ni una vez, y que se hizo famoso tras afirmar en público: “Aquellos que piensan que habrá democracia en este país, pueden pensarlo en otro mundo”. Afewerki tiene otro laurel en su trayectoria: es uno de los grandes expertos en expulsión de personas que se lanzan al mar y mueren ahogados, en acosar y apresar a opositores.
En América Latina se reproduce un modelo histórico: el de repulsa a la pareja de gobernantes. En Nicaragua, Rosario Murillo y Daniel Ortega concitan el rechazo de la inmensa mayoría de los nicaragüenses y de amplias capas de los sectores democráticos de la región centroamericana y del resto del continente.
Pero, nadie lo dude, no hay en Venezuela, en América Latina y en el mundo, un poderoso que genere más aversión que Nicolás Maduro. Es, con ventaja, el líder indiscutible en el ranking de los dictadores aborrecidos. En su caso, la repulsión que genera se produce con la misma intensidad en todos los planos: en el seno de la sociedad venezolana, en la opinión pública de América Latina, Estados Unidos, Canadá, Europa y buena parte de Asia. Es repelido por gobiernos, parlamentos, organismos multilaterales, embajadores y organizaciones no gubernamentales. Es tan extremo el fenómeno, que se extiende a su entorno familiar, que ni siquiera sus propios aliados políticos, dentro y fuera de Venezuela, lo quieren en el poder. Ni los cubanos, ni los chinos, ni los rusos, ni el PSUV, ni la mayoría del Polo Patriótico lo quieren en el poder.
Por eso Maduro vive rodeado de guardaespaldas, sometido a medidas de seguridad, cercado por un grupito cada vez más asfixiante, donde lo único que se respira es miedo y desconfianza. Salvo los narcoterroristas del ELN y las FARC reagrupadas, las bandas paramilitares, una capa de militares corruptos y un puñado de contratistas, el resto de la civilización quiere, de modo unánime, que se vaya. Que se vaya de una vez por todas.
La gran pregunta, que es universal, extendida, que se formulan gobernantes y políticos en más de ochenta lenguas, es: ¿permitirá la banda en el poder y su detestado jefe la realización de unas elecciones libres; permitirá elecciones en las que participen todas las organizaciones políticas, sin exclusiones; permitirá que los partidos políticos puedan organizar sus estructuras electorales sin el acoso, las detenciones y las torturas a cargo de las FAES, el Sebin y la Dgcim; permitirá un proceso electoral en el que los medios de comunicación puedan cubrir las campañas electorales sin limitaciones, sin ataques y sin el cerco de las fuerzas de seguridad; permitirá que ingresen al país corresponsales, veedores de otros países y miembros de organizaciones de los derechos humanos; permitirá que se organice un proceso en el que puedan ejercer su derecho al voto los venezolanos que han sido obligados a vivir fuera del país; permitirá el régimen el regreso al país de venezolanos perseguidos, enjuiciados injustamente, a los que les han construido los expedientes más descabellados para obligarlos a huir?
¿Acaso a esta hora el régimen se prepara para cometer un gigantesco fraude electoral? ¿O es que cree que participando en un proceso electoral en el que no tiene ninguna posibilidad de resultar vencedor obtendrá impunidad por los crímenes cometidos y un exilio dorado en algún país como Rusia o China? ¿Es que cree que podrá escapar de la Corte Penal Internacional?
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