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Ginebra queda muy lejos

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Nicolás Maduro sopesó muy bien los riesgos que le suponían un viaje a Europa, en especial a Ginebra, donde no le esperaba un recibimiento muy favorable dado los vientos huracanados que soplan contra él en el llamado viejo continente. Como es lógico, a un mandatario visitante se le prestan las atenciones debidas a su alto cargo, pero no es común que un dictador (tal como lo ha calificado Macron, el presidente de Francia) acuda a la apertura de una sesión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

En su visita anterior ya fue visto como un bicho raro que no es capaz de tener a mano a un canciller que se la juegue por él con la destreza, la inteligencia y la astucia propia de un veterano de la diplomacia. Que saliera en solitario a defenderse fue juzgado como un error mayúsculo y una ridiculez de marca mayor. Como era de preverse, las cosas terminaron mal porque Maduro no es un orador brillante ni convincente, ni es capaz de exhibir una excepcional batería de ideas con la que pueda avasallar a sus críticos más tenaces. Al contrario, sus deficiencias políticas, titubeos y gestos de principiantes quedaron de manifiesto.

Todo terminó siendo un gran dolor de cabeza tanto para el Consejo de Derechos Humanos de la ONU como para sus propios consejeros venezolanos. Luego de hacer un control de daños, el equipo del gobierno dictatorial terminó por aceptar que la audacia de exponerse ante expertos y diplomáticos experimentados había sido un estruendoso fracaso porque la voz cantante, como era lógico, no podía llevarla quien no tiene la altura ni el equipo para ello.

Con el rabo entre las piernas regresó a Venezuela y puso en marcha su maquinaria de propaganda bien aceitada por los cubanos.

Pero ni eso le funcionó porque los representantes ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra no serán ni son unos improvisados como Delcy Rodríguez, y en pormenorizados informes dieron una versión clara y fulminante de quien era apenas el pichón de dictador en ese momento. El tiempo les dio la razón.

Esta semana, cuando anunció al mundo que volvía al ruedo en Ginebra, los cubanos se colocaron las manos en la cabeza y le pidieron a Dios, a pesar del ateísmo de Fidel Castro que no creía en Jesucristo porque anticipaba que le esperaba el infierno, que no cometiera ese error porque sabían que en Europa lo esperaba no un recibimiento cordial sino un repudio no solo airado sino también subterráneo. En ese viaje a Ginebra iba no solo a estrellarse contra la realidad sino a quedar en evidencia como dictador. Era como lanzarse desde un avión sin paracaídas.

Lo cierto es que el presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, y su vicepresidente se le adelantaron y en una gira relámpago fueron tumbando uno a uno no solo los apoyos posibles y deseables, sino cualquier esperanza de convencer a otros pequeños aliados susceptibles de ser arrimados hacia su lado por promesas y engaños petroleros. España, Francia, Alemania y Gran Bretaña le hicieron el vade retro. Lo cierto es que a falta de pan buenas son tortas, y mandaron al bueno para nada de Arreaza para que les sacara las patas del barro. Pero este señor hace años que no da un palo al agua, acostumbrado a vivir de la herencia del muerto.

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