Nada más curioso que el tratamiento que hemos dado en Venezuela al escándalo Odebrecht. Nadie de las altas esferas se siente concernido, o sobre ninguno de ellos ha caído ni siquiera la más ligera acusación. La gente del gobierno pasa con la mayor tranquilidad por los alrededores del hecho de corrupción más grande de la historia latinoamericana, sin que se les ensucie el plumaje. Pero últimamente se han atrevido a señalar el nombre del gobernador Henrique Capriles como parte de ese designio de podredumbre, que es una de las manchas más asquerosas que ensucia la reputación de las clases gobernantes del continente.
Capriles se ha levantado con énfasis contra las acusaciones, a través de declaraciones en las cuales niega cualquier tipo de contubernio con los corruptos procedentes del Brasil. Su real alejamiento del suceso no solo queda avalado por la seguridad de sus afirmaciones, sino también por su trayectoria de servidor público. Nadie lo ha relacionado jamás con hechos ilícitos, ni siquiera cuando los enfrentamientos políticos pudieron convertirlo en víctima de sus adversarios del régimen, habitualmente aficionados a la calumnia y a la mentira. Le han dicho de todo, se han metido en la intimidad de su vida privada y con las mujeres que tiene o ha tenido, aun con la reputación de su padre, pero sin cosechar en la parcela de los negocios turbios.
Odebrecht llegó a Venezuela de la mano de Lula da Silva. Él trajo a los gerentes de la compañía y los introdujo en el despacho de Chávez, para que comenzáramos a ver el desfile de las obras que la “revolución” ordenaba a los ingenieros de un proyecto fantástico de edificaciones. Los ministros se mostraron entusiasmados y obsecuentes con los visitantes precedidos por el mandatario del Brasil, para que la marca Odebrecht se convirtiera en una especie de símbolo del socialismo del siglo XXI. Las inmensas grúas estorbando el panorama, los canales para veloces ferrocarriles, los huecos en la tierra para nuevas estaciones del Metro, formaron desde entonces una parte ineludible del paisaje venezolano. También abundaron las imágenes de los empresarios reunidos con la gerencia brasileña en las salas de lujosos hoteles, dispuestos a sellar acuerdos de provecho recíproco o a respaldar los planes de esos extranjeros elegantes y obsequiosos.
Sin embargo, parece que nada de eso sucedió, que todo fue parte de una febril fantasía. Solo se posa la vista en Capriles, es decir, en el único funcionario a quien es difícil probar que estuvo metido en negocios sucios, en un batallador hombre público que hasta ahora se ha caracterizado por una honradez sin sombras.
Las recientes declaraciones de la fiscal Ortega Díaz y la investigación que por fin se anima a emprender la Asamblea Nacional pueden descubrir la magnitud del porquerizo acogido y fomentado por Chávez en el área de las obras públicas, para que no pague los platos rotos el único chinito a quien se ha pretendido involucrar sin fundamento en el asunto. Mientras tanto, las obras de Odebrecht, abandonadas e inconclusas, son el testimonio de una depredación sin precedentes, pero también sin responsables.
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