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¿Cambiará Barbados la situación de Venezuela?

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Ahora mismo, una inquietante pregunta se repite en las mentes de los demócratas venezolanos: ¿puede cambiar sustantivamente la tragedia venezolana como resultado de las jornadas de diálogo en Barbados? ¿Puede conducirnos a un proceso real de reconstrucción de las bases institucionales y políticas de la democracia en Venezuela o está presente el riesgo de que su resultado no sea más que una solución parcial y temporal, que impida el avance hacia los cambios profundos a que, de forma legítima, aspira una evidente mayoría de la sociedad?

Estas preguntas, y muchas otras afines, explican por qué en redes sociales y medios de comunicación se ha instaurado un ambiente de recelo y desconfianza hacia las reuniones. En vez de un debate, hay especulaciones, rumores, insultos de toda clase. Algunos, abiertamente, hablan de traición y señalan al equipo representante del presidente Juan Guaidó de ser parte de una estructura cómplice del poder ilegítimo, ilegal y fraudulento de Nicolás Maduro.

Una cuestión fundamental y no anecdótica es el papel que la impaciencia está jugando en la coyuntura política venezolana. El hartazgo, el cansancio acumulado de personas y familias en todo el país, ha derivado, y esto es inevitable y comprensible, en un reclamo que está en el pensamiento, en las conversaciones, en todas las expresiones escritas posibles, en las incesantes protestas que ocurren en los espacios públicos: la sociedad venezolana quiere que Maduro y toda la estructura que constituye su poder salgan del gobierno, y que esa salida sea inmediata. Ya.

Tiene que acabarse de una vez por todas, es el mismo sentimiento que predomina en los gobiernos de Brasil, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina, Panamá y Costa Rica, que son los principales destinos de la huida masiva de venezolanos, que no se detiene, y que ha provocado nuevos cálculos: a los 5 millones que ya han salido del país, podrían sumarse otros 3 millones de no producirse un cambio en el más corto plazo. Tiene que acabarse, es el sentimiento que impera en la inmensa mayoría de los gobiernos del continente, con las excepciones de gobiernos delincuentes, como los de Cuba y Nicaragua. Tiene que acabarse, es lo que repiten la inmensa mayoría de gobiernos, parlamentos, partidos políticos y dirigentes de las fuerzas democráticas de los países que integran la Comunidad Europea. Tiene que acabarse, es lo que ratifican en el Vaticano, en buena parte de la estructura de la Iglesia Católica, pero también en las universidades, centros de investigación, academias, sindicatos, gremios profesionales y gremios empresariales. Tiene que acabarse.

En el pensamiento de los venezolanos que llevan una vida de pesadilla cotidiana, todas las posibles salidas o soluciones al desastre –la fractura interna del poder, la incorporación masiva de las fuerzas armadas a la lucha democrática, las supuestas seis conspiraciones militares fracasadas, la acción vasta y sostenida de protestas en las calles del territorio, etcétera– han ido desapareciendo, diluyéndose, causando, a la vez, desesperanza y más impaciencia.

Todos estos elementos, y muchos más que podrían sumarse a esta recapitulación, han conducido a las negociaciones en Barbados. Se ha ido construyendo la idea de una “solución negociada” para que el usurpador deje el poder. Salvo Cuba, en esto parecen coincidir la Unión Europea, el Grupo de Lima, Estados Unidos, Rusia y China. Y, además, parecen coincidir –uso la palabra “parecen” porque me fundamento en declaraciones parciales, no siempre claras, afirmadas y luego negadas por otras acciones– en que Nicolás Maduro debe dejar el poder.

Pero esta pretendida solución no es la solución que quiere la mayoría de los venezolanos. Mienten, por cierto, los encuestadores que aparecen diciendo que una mayoría porcentual quiere que la crisis venezolana finalice como resultado de un proceso electoral. Mienten, porque esa pregunta esconde otras que no se hacen: habría que ver cuál sería el resultado si en esas encuestas preguntaran si los venezolanos aceptan que la Fuerza Armada Nacional siga bajo el control de una cúpula de militares comunistas y corruptos, vinculados a grupos narcoterroristas como el ELN y las reagrupaciones de las FARC. Habría que preguntar si quieren que Diosdado Cabello continúe controlando la persecución de ciudadanos demócratas, usando instrumentos como el Sebin, la Dgcim, las bandas paramilitares, el ilegítimo Tribunal Supremo de Justicia, el todavía más ilegítimo y canalla defensor; habría que preguntar si los venezolanos aprueban o no que esa entidad ilegal, ilegítima y fraudulenta, invento cubano, que es la asamblea nacional constituyente, pretenda la liquidación de la legítima Asamblea Nacional de Venezuela. En síntesis: habría que preguntarle al país –respuesta que debería escuchar también el equipo representante del presidente Guaidó en Barbados– si quieren que el régimen continúe en el poder, como si el único factor de la tragedia venezolana fuese Maduro, y no Cabello, Padrino López y decenas de otros peligrosísimos sujetos que forman parte de las redes de violadores de los derechos humanos, ladrones, narcotraficantes, corruptos, asesinos y torturadores que son factores también determinantes.

No basta con cambiar la directiva del Consejo Nacional Electoral y quitar a Maduro. Esto sería insuficiente. Hay que desmantelar el TSJ ilegítimo, la Defensoría canalla, la ANC; hay que reestructurar la fuerza armada; hay que sacar a los cubanos de Venezuela; hay que expulsar al ELN, así como a los narcojefes de las FARC perseguidos por la justicia colombiana; hay que localizar y expulsar a los terroristas de Medio Oriente que viven en Venezuela protegidos por el poder, así como también otros prófugos de distintas nacionalidades; hay que romper los vínculos de sectores militares con las redes de distribución de drogas; hay que desarmar a las bandas paramilitares; hay que acabar con las bandas de sicarios al servicio del poder, que operan desde los centros penitenciarios.

Hay que evitar que la consecuencia de la negociación en Barbados sea un reparto de las instituciones y los territorios del país. Si ese fuese el resultado, Venezuela estaría condenada a perpetuar la tragedia de hoy, la conflictividad extrema, la violación de los derechos humanos, la anomia, la atomización, la realidad tomada por la delincuencia, a lo largo de las próximas décadas.

 

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