Los acontecimientos que se viven actualmente en Ecuador merecen un análisis que excede la mera situación de ese país hermano porque resulta evidente que lo que allí ocurre no es aislado, sino que es de mayor envergadura y con amplia posibilidad de contagio, por lo cual ello es un peligro inminente para la seguridad regional que -a su vez- nos afecta como latinoamericanos y venezolanos en particular.
No es la primera vez que en nuestro entorno continental ocurren hechos de violencia de mayor o menor intensidad ni que las fuerzas del orden deban reprimir a narcotraficantes. Pero sí es la primera vez que el Estado se ve atacado primero, sin disimulo alguno, por bandas delictivas que exhiben organización y recursos iguales -y a veces mayores- que las instituciones creadas por las leyes y encargadas del monopolio del uso de la fuerza para el mantenimiento del orden.
Ejemplos de enfrentamiento entre fuerzas institucionales frente a movimientos guerrilleros internos o externos han habido y hay en el continente. En casi todos esos casos la motivación -al menos aparente- son las diferencias políticas o las reivindicaciones que los subversivos ofrecen aupar a través de la instalación de regímenes de extrema izquierda u otras orientaciones. Así el caso de la guerrilla venezolana de la década de los sesenta, la guerrilla argentina de los setenta, la violencia terrorista en Uruguay, Colombia, Perú, Nicaragua, El Salvador o Guatemala en diversos momentos, etc., etc. Algunas de ellas (Cuba, Nicaragua) lograron imponerse por las armas, otras se integraron al quehacer nacional a través del perdón (Venezuela), la negociación, elecciones, etc.
Lo que nunca se había visto hasta ahora es que un grupo -no de terroristas en sentido estricto- haya podido poner en jaque a las fuerzas y las instituciones de un Estado democrático.
Cierto es que en México la lucha contra los carteles de la droga eleva su volumen cada vez más, alcanzando niveles preocupantes de violencia. Sin embargo, hay que reconocer que las fuerzas armadas y policiales mantienen el control de la situación en general, igual como ocurrió -y sigue ocurriendo con menor nivel- en Colombia y otros lugares donde existe violencia, pero sin que se pueda decir que se compromete la viabilidad del Estado.
Distinto el caso que estamos presenciando en Ecuador, donde la confrontación no se lleva a cabo entre el gobierno y grupos delincuenciales narcotraficantes sino que son estos los que, aprovechando circunstancias que estiman favorables, desatan la guerra contra el Estado con un nivel de armamentos y organización que -al menos en los primeros días- parecía que iban a tener éxito en someter al gobierno exigiéndole el cese de la lucha contra la producción y tráfico de drogas.
Este estado de cosas es tan evidente e insólito que la mayoría de los países de la zona, independientemente de su signo ideológico (no incluye Venezuela hasta la hora de escribir estas líneas) han repudiado lo que ocurre y ofrecido su solidaridad al gobierno constitucional que -al fin y al cabo- lleva apenas mes y medio instalado. Hasta el mismo expresidente Correa, eventual beneficiario del episodio, estimó necesario marcar distancia del mismo.
Como venezolanos no podemos ignorar los hechos. Sería hacer como el avestruz que esconde la cabeza en la arena cuando percibe peligro. Dar vuelta la cara y desentenderse equivale a haberse desplazado por hospitales o grandes concentraciones de gente durante la pandemia sin querer utilizar máscara. El contagio se convierte en altamente probable.
En el caso ecuatoriano han prevalecido los mismos vicios que en nuestro país y otros del continente. Los delincuentes liderados por los «pranes» han conseguido el control de las cárceles y desde allí la corrupción ha permitido que haya fugas (como en el caso del superpran Fito Macías de la carcel Litoral en Guayaquil), revueltas, repetidas matazones, etc. Recordar que el mismísimo Chapo Guzman logró fugarse en 2015 de una cárcel mexicana de máxima seguridad y en nuestro país el Coqui, el Niño Guerrero y otros personajes también lo hicieron para que desde prisión o fuera de ella pudieran continuar con sus fechorías a la vista e impotencia de las autoridades. De allí la internacionalización de bandas como el Tren de Aragua, al que se le atribuyen repetidos delitos que -de paso- aúpan la percepción negativa y los cada vez más reiterados actos xenófobos contra nuestro compatriotas.
Extremos como los señalados son los que conducen a que la popularidad del presidente Bukele de El Salvador, quien presume del éxito de su mano dura, haya escalado al 90% contribuyendo a que una alta proporción de la población ignore las flagrantes violaciones de los derechos humanos al tiempo en que dan pragmática bienvenida a la recuperada seguridad personal.
Otro asunto que puede ser coincidencia o no es el hecho de que estos episodios sucedan justo al inicio de una gestión presidencial democrática. Así fue con el Caracazo de febrero de 1989 cuando el presidente Pérez apenas cumplía dos meses de gestión, o ahora con el presidente Milei en Argentina, que ha debido enfrentar el primer intento de subversión social a tan solo diez días de su inauguración y la amenaza de una próxima megamovilización el venidero 24 de enero a tan solo mes y medio de haberse posesionado.
Tema para una próxima reflexión es aquel que comprueba que hay casos -se dice que en la propia Venezuela a través de los “colectivos” y otros grupos de choque- en los que es desde el gobierno, o cerca de él, donde se propicia la existencia e impunidad de grupos narco y delincuenciales a cambio del apoyo político y el amedrentamiento de la población. ¿Suena familiar?
@apsalgueiro1