Los venezolanos hemos sido sometidos en la última década a una sensible reducción de nuestra calidad de vida como resultado de un proceso progresivo de destrucción de la economía nacional. La situación ha llegado a la categoría de tragedia humanitaria por los devastadores daños infringidos a millones de seres humanos. Centenares de miles de personas fallecidas por la precariedad de los ingresos familiares, hasta el punto de generar hambre y enfermedades, ante las cuales el colapsado estado de hospitales y medicaturas elevan el daño.
Esa calidad de vida se ha visto negativamente impactada, además, por todo el cuadro de deterioro de los servicios públicos en general, desde la educación hasta la seguridad personal, pasando por la falta de agua potable, combustibles, electricidad, telefonía y comunicaciones.
La pandemia llegó para terminar de destruir vidas, arruinar familias y quebrar más empresas pequeñas y grandes. La paralización fue casi total. La ruina se hizo presente en los cuatro puntos cardinales del país. Millones de personas abandonaron nuestro territorio para tratar de sobrevivir en otros confines.
La administración de Maduro nunca ha asumido su responsabilidad ante esta catástrofe humanitaria. Todos los días inventa una excusa para justificarse: desde la oligarquía, el imperio, la guerra económica y el bloqueo hasta las iguanas y el sabotaje.
Lo cierto es que nunca en nuestra historia habíamos padecido una tragedia de estas dimensiones. Maduro, ante tan dramática situación, se vio obligado a cambiar algunas políticas puntuales. Por ejemplo, aceptar la dolarización de nuestra economía y desaplicar las normas de control de precios. La realidad cotidiana pudo más que toda la verborrea de años anunciando que le “doblarían la cerviz al dólar” y que impondrían los “precios justos”.
La vida humana necesita cada día un conjunto de bienes y servicios para poder llevarla de forma medianamente decorosa. El acceso a dichos bienes nos movilizan cada día para poderlos producir, distribuir y adquirir. Agobiados por el encierro de la pandemia y por la destrucción económica, la gente no tuvo otro camino que buscar reactivar su vida.
Ese proceso de reactivación natural de la actividad socioeconómica tiene su base en la naturaleza misma de la vida humana. Hay que hacer lo que sea posible para sobrevivir. De modo que de la paralización casi total del año 2020 y 2021 pasamos a percibir una modesta movilidad.
De un inmediato el aparato de publicidad del gobierno de Maduro comienza a vender la idea de que, gracias a su gestión, existe un proceso de reactivación de la economía y por ende del país. Se ponen en marcha la campaña: “Venezuela se está arreglando”. Y casi que nos piden que les demos las gracias por tan loable tarea. Es como que una persona, víctima de una paliza en la que le han fracturado las manos, y que fruto del esfuerzo de su familia y a su voluntad presenta una mejoría, salga a agradecer a su agresor porque no lo mató y está en proceso de sanación.
Maduro y su camarilla es responsable por colaboración o por ejecución en su administración del saqueo perpetrado a nuestras finanzas públicas y por toda la destrucción del aparato económico, así como de la infraestructura del país. Consumado ese proceso destructivo, ha tenido que aceptar los hechos y ceder en temas ostensibles, para poder sobrevivir en su obsesión de eternizarse en Miraflores.
Así por ejemplo, a la luz de una inconstitucional ley antibloqueo están adelantando un oscuro proceso de venta de activos de la República y privatización parcial o total de empresas públicas a agentes económicos desconocidos. A la dolarización forzada y la apertura a las importaciones masivas, ejecutada por agentes conectados con el poder, se suman una serie de contrataciones y concesiones igualmente otorgadas al margen de la ley, con lo cual la actividad económica se ha transformado en una operación oscura donde no existe igualdad de oportunidades para la globalidad de los ciudadanos y de los actores económicos, como tampoco reglas seguras para adelantar la actividad productiva y comercial.
A esos factores se suma el establecimiento de una cultura de la extorsión por parte de funcionarios públicos y agentes para-oficiales que concurren sistemáticamente sobre los actores económicos para imponerles sus exigencias económicas. Negarse a ellas significa exponerse a la confiscación, el cierre de sus negocios, la retención de sus equipos de trabajo, o la fabricación de un falso positivo mediante la apertura de procesos penales con hechos falsos, inexistentes o manipulados para poder hacer efectiva la extorsión.
De modo que no estamos asistiendo a una transformación seria, honesta y transparente del modelo de economía comunista, donde el Estado dueño de los medios de producción y rector absoluto de la misma, impulsa un cambio a una economía de mercado con seguridad jurídica y personal; sino que estamos ante un salto a una economía cuasi mafiosa, donde unos pocos acceden a las licencias, contratos, exenciones, autorizaciones y bienes del estado para adelantar proyectos económicos, y el resto de los agentes deben someterse a la extorsión y humillación del estado autoritario, policíaco y corrompido que ha instaurado la administración de Nicolás Maduro.
Lograr una verdadera economía de mercado supone establecer en Venezuela un Estado de Derecho que garantice la igualdad frente a la ley, transparencia y vigencia plena de los derechos humanos, que incluye respeto a la vida, a la libertad, a la propiedad y a la iniciativa privada. En el estado autoritario, de inspiración comunista, jamás habrá una economía de mercado. Seguiremos teniendo una economía de castas y privilegiados, firmemente vinculados a la cúpula madurista. Es decir se hará más fuerte la economía de las mafias.