“A ti te estoy hablando, a ti, que nunca sigues mis consejos. A ti te estoy gritando, a ti, que estás metido en mi pellejo. A ti que estás llorando ahí, al otro lado del espejo”.(“Corre dijo la tortuga”. Joaquín Sabina).
A lo largo de mi devenir, que ya empieza a ser longevo, he ido aprendiendo, más bien diría descubriendo, ciertas cosas. Es normal, cabría pensar, que a lo largo de una vida aprendamos algo. La experiencia, sin duda, va dejando cicatrices que, en un momento dado, deberían recordarnos cuáles fueron nuestros errores y dónde se hallan los límites. No obstante, atendiendo a la sabiduría popular, es muy normal que el hombre y entiendo que la mujer tropiece no ya dos veces, sino en innumerables ocasiones con la misma piedra. Es cierto que las mujeres suelen ser más pragmáticas y los hombres más temperamentales, pero la generalización es imposible y baldía.
No deja de ser asombroso, y a su vez decepcionante, que en ciertas cosas no aprendamos o al menos no apliquemos lo aprendido. Tristemente, he llegado a la conclusión, merced a la experiencia, de que el ser humano está, generalmente, abocado a repetir sus errores. Es posible que sea la pasión la que nos mueve, es posible que sea el instinto de la parte animal que sin duda todos tenemos, pues animales somos, a fin de cuentas, aunque muchas veces nos olvidemos de ello. Pero por uno u otro motivo, muchas veces nuestro peor enemigo es el reflejo del espejo.
Existe una tendencia autodestructiva que nos empuja. Esa misma tendencia que nos hace pisar el acelerador, en sentido figurado y literal, sabiendo como sabemos que al final está el abismo. Esto es así desde que el mundo es mundo. Es cierto que existen siete pecados capitales, en realidad varios más, pero cada uno elige cuál de ellos le lleva a la perdición. Es más, a esta acertada lista, sin duda, yo añadiría la adicción, pues en cierta medida todos somos adictos a algo, aunque sea a autolesionarnos y son esas adicciones las que en muchas ocasiones conducen al precipicio.
El juego, el alcoholismo, las drogas, la ira. Todo aquello que hace perder el control, todo aquello que te conduce, una vez finalizado el proceso, al más desolador arrepentimiento, pero en lo que sabes que vas a seguir cayendo. Todos esos “lo dejo cuando quiera “, que en realidad nos dominan hasta llevarnos a ese proceso de angustia que dejan las mañanas de resaca, ya sea esta resaca de psicotrópicos o descontrol mental.
“Déjame solo conmigo; con el íntimo enemigo que malvive de pensión en mi corazón” (Joaquín Sabina).
Y son esos momentos, en los que la penitencia es la lucidez, los que pueden conducirte, sin lugar a dudas, a las más oscuras simas. No son pocos los casos en los que una persona con la vida aparentemente resuelta, con un horizonte limpio, visto desde el punto de vista del observador externo, ha decidido terminar.
Particularmente impactante es el caso de Ernest Hemingway. Si ustedes han leído a Hemingway, como yo lo he hecho, habrán podido entender que era un hombre que vivía al borde del precipicio. Amante de la vida, la llevó a tal extremo que sus pasiones le dominaron, hasta el punto de que probablemente, en uno de esos momentos de lucidez que le permitieron sus excesos, se vio sobrepasado por la medida en la cual había transgredido los límites, y se quitó la vida.
“Sabes que soñaré, si no estás, que me despierto contigo. Sabes que quiero más, no sé vivir solo con cinco sentidos. Este mar, cada vez guarda más barcos hundidos” (Fito y Fitipaldis).
Son estos barcos hundidos, que se acumulan en el mar de nuestras conciencias los que van erosionando nuestro ánimo. Ese plomo que cada uno arrastra y del que es imposible desprenderse, todo aquello que habita en nuestras cabezas, sin permitirnos, en ningún momento, apagar la luz y no nos deja dormir ni disfrutar de todo lo bello que, sin duda, nos rodea. Esa penitencia perenne que pagamos por nuestros errores y nuestros pecados.
“Era tan pobre que no tenía más que dinero. Besos de sobre, herencia de su padre el naviero. Anfetaminas y alcohol desayunó miss Onassis. Pobre Cristina, que al fin logró quedarse en el chasis”. (“Pobre Cristina”. Joaquín Sabina).
Al final no es el dinero, no es el estatus, aunque debería ayudar. Se trata de otra cosa. Esas nubes negras que, en ocasiones, cubren el horizonte. Así, pues, llegado a este punto, entiendo que, puesto que uno puede llegar a ser su peor enemigo, hay que refugiase en aquellos que anudan tu existencia, que te anclan al suelo. Los que te quieren y te perdonan. Los que sufren tu sufrimiento, los que curan tus heridas. Esos que, desinteresadamente, te ofrecen su hombro cuando no tienes dónde apoyarte. Si tienen a esa persona, como yo la tengo, no la dejen escapar.
Así, pues, la tormenta volverá. Volverán las nubes, la lluvia, los truenos, pero del mismo modo volverá la primavera. Alguien la traerá de vuelta, para que no tengamos que mirar con recelo lo que nos devuelve el espejo, para que podamos querernos un poco más y odiarnos un poco menos, en determinadas ocasiones.
“―Ya hemos llegado. El cuarto de la difunta señora Twain. Murió aquí dentro.
―¿De qué murió?
―Se mató a sí misma mientras dormía, señor.
―¿Cometió suicidio?
―No, no. Fue asesinato. La señora Twain se odiaba”. (“Un cadáver a los postres”).
@julioml1970