Tim Burton es un bicho raro en Hollywood. Pudo conquistarlo desde adentro, empezando por Disney, pero nunca recibió el reconocimiento que merece en la temporada de premios.
Como muchos autores independientes de su generación, serán otros lo que capitalicen en el Oscar lo que ellos sembraron en la vanguardia alternativa.
Por eso, Burton corre la misma suerte de David Lynch, un director que comparte su pasión por las superficies monstruosas y surrealistas de la posmodernidad.
Hay varias fases en la carrera del director.
Una primera de investigaciones tempranas en la animación, haciendo cortos inclasificables para la industria.
Una segunda de rápido y fulgurante ascenso a la cartelera, comunicándose con el vacío y la crisis generacional de aquellos tiempos. Una tercera de absoluto dominio y control de sus recursos expresivos, en una seguidilla de obras maestras del fin de siglo XX.
Una cuarta etapa de irregularidad en sus entregas del milenio, siendo castigado por la crítica y la taquilla.
Por último, una quinta era que lo devuelve a su mejor versión, en virtud de los éxitos de la serie “Merlina” y “Beetlejuice Beetlejuice”.
En el medio, Burton fue presidente de Cannes y concedió una Palma de Oro valiente a la película tailandesa, “El Tío Boonme, recuerda sus vidas pasadas”.
También recorrió el mundo con una exposición individual que le abrió las puertas a una generación de relevo, ratificando el poder de su marca en los ámbitos de los estudios universitarios.
Así nos llega el estreno de Beetlejuice Beetlejuice a Venezuela, en una de las épocas más oscuras de nuestra historia, con un futuro incierto y un presente difuso.
En tal sentido, la película sabe exprimir la ansiedad que vivimos en el planeta, buscando certezas y significados en símbolos que nos unificaron.
De modo que la resurrección de Beetlejuice supone el regreso a un terreno conocido, con el aire y las canas que ha ganado el realizador, después de librar una y mil batallas quijotescas en la meca.
Por tanto, la cinta representa uno de sus gestos de afirmación intelectual, que diseñan los directores cuando quieren empezar de nuevo, revisitando las franquicias que fundaron.
Recientemente, George Miller lo hizo con Furiosa, dándole un quinto giro de tuerca a la incombustible serie de Mad Max.
La visión del maestro, que siempre fue un outsider, se propone dar voz a las ideas reivindicativas de la mujer, luego de los tormentos del Me Too.
Por igual, son las chicas y las damas del movimiento “dark” las que expurgan al bicho que interpreta sarcásticamente Michael Keaton, encarnando a un estafador de aire zombie que desea resucitar, absorbiendo la energía de una viuda.
A propósito, el subtexto del guion de Beetlejuice Beetlejuice ajusta cuentas con su precedente audiovisual, purgando a sus figuras que fueron descartadas por sus problemas personales.
Por tanto, el largometraje filtra a la saga, para evitarse conflictos con la cultura de la cancelación.
Pero Beetlejuice Beetlejuice no es un producto blando de la corrección política, por suerte.
El desenfado y la crítica del villano continúan intactas a la velocidad de las frases y las salidas de tono del actor que lo incorpora con humor negro.
Dice la profesora Malena Ferrer que ha pillado un contrabando en el libreto, sobre el miedo a tener pareja, a establecerse, a casarse.
De hecho, la película culmina en la farsa de un matrimonio forzado de fantasmas, que no termina bien.
Acaso Beetlejuice Beetlejuice es un acto de rebeldía de Tim Burton, ante tanto contenido ligero y empaquetado que nos ofrecen los influencers.
Una secuela que recupera una forma de gestar un cine artesanal, en las antípodas del Burton de CGI que enterró su fama.
Es una declaración de principios frente a la amenaza de ser barridos por la tecnología digital.
Porque la Inteligencia Artificial cocina películas de Burton, sin Burton.
Veremos qué pasa y cómo responden los autores.
Por lo pronto, Beetlejuice Beetlejuice asegura una licencia que le pertenece al hombre, al ser humano de Tim Burton.