Miro hacia adentro, hacia el inframundo nuestro, el venezolano, el del poniente occidental que se traga al sol y urge de otra puerta de salida –la del oriente, donde el sol nace– que acaso le podrán abrir, con signo distinto a la vez que arcano, los causahabientes de la generación de 2007. ¿Les guiará la imagen de un dios anciano que pueda darle unidad a nuestras gentes, o restará la del usurpador, o la del uno y la del otro quedarán encarceladas por el pasado que nos muestra uno de los rostros de Jano?
La generación que nos deja ya ha sido eclipsada, molida por los rezagos de una logia insepulta –los liderazgos del siglo XX y de su puente hacia el XXI– y al caso sólo veo lo que queda y revelan los textos de nuestra historia patria.
Ausculto atrás, en efecto, pues lo de ahora esuna réplica al calco de la desviación originaria que ahogara nuestra emancipación e independencia civiles, preocupadas de preservar a nuestra sociedad de arrestos épicos; los que han marcado con fuego y sangre a las entrañas de la nación desde la guerra a muerte, para falsificarla.
Buscando desarmar las pasiones con los dictados de la justicia, bajo un gobierno fundado en el Derecho –lo reseña la crónica que Fermín Toro escribe para Julián Castro– a fin de que mediante “la sanción de la voluntad nacional se realicen las condiciones políticas y morales de la libertad y la igualdad por medio de las garantías constitucionales”, se desmonta el culto del héroe en 1830. Lo era Simón Bolívar. Pero importaba más, entonces, que civiles rehiciesen al ser que somos desde nuestro lejano amanecer.
La corrupción y putrefacción inéditas que había propiciado el “monagato” (1848-1858) introduciendo otra desviación en el alma nacional, en un tiempo en el que se juntan las banderías políticas todas, hacen que “se debilitara lo que en propiedad se llama constitución íntima de la sociedad”.Fue la obra de un poder de origen vicioso e irresponsable en sus actos, con cuyas “prevaricaciones buscó la impunidad en la depravación general” para traer “a la sobrehaz de la sociedad lo que todos por justicia y por pudor [condenaban] a la oscuridad, al silencio y al oprobio”. Así fue posible que “advenedizos de extrañas tierras [cayesen] sobre la riqueza patria como aves de rapiña sobre el cadáver de un reo”; pero el despotismo, en su más cruda esencia y para distraer, se amoldaba “a las formas republicanas”.
De allí que Toro, quien esto escribe para que Castro lo presente como mensaje suyo ante la Convención Nacional de Valencia de 1858, refiere de inexplicable que el pueblo hubiese resignado sus garantías constitucionales “a manos de la más bárbara usurpación”. “El poder vigilaba cauteloso, sin cesar corrompía, y sin tregua procuraba la división de la sociedad, apelando sin remordimiento a cuanto puede sugerir la propia conservación, sin pararse en consideraciones morales…”, dice.
Media una circunstancia que bien conocemos los de ahora, a saber, que “la clase de propietarios y de capitalistas y comerciantes… tenían que optar entre una ruina cierta o la relajación de sus principios para salvarse”. Tanto como “la juventud se formaba sin escuela política, sin ejemplos morales y sin senda honrosa para adelantar en la carrera de la vida”. Se salva esta, sí, pero sólo “por su indignación contra la crueldad y la tiranía”. Otra será la de 1928.
Dos signos son característicos de este tiempo de oscurana. El pueblo brioso que fuésemos, reconocido por todas las naciones hispanoamericanas, “inclinó la cerviz y cruzó los brazos” bajo la dictadura de José Tadeo Monagas. Su poder destructivo –remito a la imagen mitológica, la de la tortuga o la del jaguar de dos cabezas de los mayas– se hizo letal. Más allá de la cabeza que este representa, la del ingreso al inframundo, toma el centro del animal como si fuese Pakal, el gobernante maya que a distancia de las cabezas se muestra como el sol encarnado en el hombre. Cree Monagas encontrarse en su cénit. Mas todo fue ilusión. Lo usan y traicionan, entre otros, Antonio Leocadio Guzmán, apologeta de la dictadura bolivariana. De allí mi otra mirada, hacia afuera, haciendo paralelos.
Su “fuerza disolvente y destructiva” –me refiero ahora a nuestro “monagato” contemporáneo, usando el verbo de Toro– debilitó al extremo “el sistema compacto de principios morales, preceptos religiosos y sentimientos de honor que componen el tribunal supremo de opinión a que se apela en última instancia del abuso de poder y de la injusticia o corrupción de los mandatarios”. Creó un vacío de poder real que ha facilitado la ocupación sin resistencia alguna de nuestra tierra, primero por los adelantados del crimen transnacional y, disuelta la transición, por la «globalcracia» emergente.
Hoy se reúne en Davos la asamblea aristocrática del capitalismo (WEF), en yunta con quienes manejan los hilos de la gobernanza digital: los que aplanaran a Donald Trump. La ONU, taimada por débil, se le asocia. Dado el «quiebre epocal», el Estado y los Estados son y se han vuelto, al igual que los partidos políticos y sus gobernantes, meras franquicias. Son cascarones vacíos, leviatanes sin alma, sin nación ni sociedad. En Occidente, esta y aquella han sido deconstruidas, a partir de 1989. El covid-19 cierra esa etapa. Abre otra a raíz de la guerra de Rusia contra Ucrania, la de la Era Nueva (2019-2049), que habla de negocios sin democracia. Su eje no es Washington sino Shanghái, el núcleo financiero del planeta.
Tontos útiles han sido, en suma, el Foro de Sao Paulo y su grupo poblano, todos neomarxistas. Biden, Lula, Boric, López Obrador, han endosado la agenda del globalismo. Y de la expresión bicéfala Ex Oriente Lux, ex Occidente Lex nada queda, es antigualla como la maya. Sobrevivirán, sí, como perseguidos, los iluminados por la conciencia, dentro de cuevas platónicas, hasta el ocaso de lo actual.
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