OPINIÓN

Dos historias de amor y una pasión desesperada

por Jeanette Ortega Carvajal Jeanette Ortega Carvajal

A veces da miedo escribir. Muy probable es que ocurra en más ocasiones de las que muchos se han atrevido a confesar… quizás sea porque utilizamos palabras para expresar algo que tenemos dentro y sabido es por todos que la palabra es un poder.

A buen resguardo, una parte inherente al ser humano, oculta verdades y misterios por temor o vergüenza. Colocar luz en ese seguramente oscuro rincón del alma o de la mente, permite que queden al desnudo pasiones humanas y miedos, algunos reprimidos de manera inconsciente por ofender incluso a quienes los sienten.

Hoy no hablaremos de política, ni de miseria, ni de pandemia. Hoy, contaremos dos historias.

Historia I

Cuerpo de mujer

Su amante era un hombre con el alma atormentada. Con sentimientos agotados y amores abortados que envejecen en silencio. Todas las noches la buscaba. Sigilosamente se acercaba y la observaba tan fijamente, que sentía cómo tan sólo con mirarla quebrantaba su intimidad.

El hombre, hipnotizado ante su presencia, cierra los ojos e intenta percibir lo que la espuma del mar siente cuando la tibieza del agua acaricia ese cuerpo de mujer. El silbido hiriente de la brisa lo enerva y su imaginación, cual obsesión ancestral, esculpe esa imagen y la fija en el recuerdo para evocarla cuando así lo desee. Si pudiera grabarla en su mente… si pudiera tatuarla en su piel… si pudiera fundirla en su alma… si pudiera…

Cada día, armado de valor, se acerca un poco más. Ella parece observarlo pero no hace nada. No dice nada. No se defiende. No puede… permanece inmutable como una enorme piedra de mar mientras, audaces, irrefrenables y sedientas, las manos de ese hombre toman la iniciativa y con delicadeza la acaricia. La recorre con tal sutileza y de forma tan meticulosa, que percibe hasta el más ínfimo detalle. Luego, cierra otra vez los ojos y sobre la arena esboza un contorno que libera instintos y lastiman a Dios.

La primera vez que la cubrió por completo, fue extraño. Nunca había experimentado nada igual pero a partir de ese día, se entregó a su locura. Recordó un pasado lleno de rechazos, complejos y traumas. Descubrió el pensamiento obsesivo que dejó al descubierto la esencia de un dolor que lo perturbaba.

Durante una noche de tormenta, una fuerte ráfaga de viento lo repelía sin piedad. Se armó de fuerzas, corrió hacia ella y la enfrentó. Su fiereza era tan grande que hizo temblar al coraje.

Bajo relámpagos enceguecedores, la violencia de la tormenta fracturó la oscuridad e implacable golpeó inmisericorde el desnudo torso del hombre quien, encolerizado, gritó: ¡No me amas!

Pasaron horas. Sólo se escuchaba la lluvia. Conocía la respuesta. La aceptó y la malquerencia reventó su alma y fraccionó su dolor. Se apartó de la mujer hecha piedra. ¡Bruscamente lo hizo! Guardó silencio y lloró… sus lágrimas se reunieron con la lluvia y diluyeron la salinidad del mar. Fue entonces cuando, desgarrado por dentro, intentó volver a abrazarla. Resbaló. La muerte marcó su frente con una herida letal.

Durante horas la sangre brotó hasta secar al hombre por dentro. El azul del mar se tiñó de rojo y para ocultar el crimen, el vaivén de la resaca limpió lo que quedaba.

Entre rocas escondidas y en complicidad con el mar, bajo un oleaje impetuoso, cuenta la historia y no la leyenda, que un hombre fue maldito por un amor prohibido. Dicen que encontró la muerte. Que su alma está en pena. Que se hizo amante de una piedra y que, como castigo eterno, con un martillo y un cincel, está condenado a tallar sobre piedras el cuerpo de su mujer.

Historia II

Descarrilamiento

Bajé del tren. Los caballeros inclinaban su sombrero ante mi presencia. Yo respondía sus saludos con una reverencia instintiva.

Mis padres sabían que llegaba hoy; sin embargo, no estaban en la estación. Tal vez no recibieron el telegrama.

Mientras los buscaba, un niño con rostro angelical se ofreció para cargar mis valijas. Un guardia se acercó y le pidió que se retirara, luego me acompañó y llamó a un carruaje.

El verde que dejé de niña quince años atrás, semioculto entre la bruma, desfiló a través de la ventanilla del coche. Extrañamente, el paisaje parecía un óleo de Monet exhibido en el antiguo marco de un cuadro de museo.

Me coloqué los guantes de seda y permití que, plácidamente, el sopor del cansancio invadiera mi cuerpo.

Cuando desperté, el coche se había detenido frente a mi antigua casa. Corrí frenética. Llamé a mis padres. Ambos salieron. Los abracé con fuerza y los recriminé por no haber ido a recibirme a la estación.

Mi madre me miró con ternura.

—No nos reclames, amor –dijo mientras besaba y acariciaba mi mejilla con una dulzura que jamás había sentido- Tenías que llegar sola…

—Nunca te lo dijeron –interrumpió mi padre- pero cinco años atrás hubo un incendio en la fábrica. Tu madre murió entre mis brazos cuando intenté salvarla y ese día, una viga en llamas segó mi vida.

—Hija… amor –añadió mi madre- allá no existes más. Tu tren se descarriló.