El siniestro final del general Baduel pone en evidencia, por enésima vez, que Venezuela es sojuzgada por un régimen o hegemonía despótica, que de paso es depredadora y también envilecida, porque siempre trata de proyectar la noción de una «revolución social».
De esta realidad se ha escrito y comentado hasta la saciedad. Lo que es lo de menos, porque lo de más es el sufrimiento causado al pueblo venezolano, por la catástrofe humanitaria, la emigración masiva y el desprecio a los derechos humanos, entre otras consecuencias.
La hegemonía en el poder ha conseguido ir integrando una hegemonía en la llamada oposición política. No tiene capacidad ni interés real de desafiar a Maduro y los suyos, pero sí de legitimar participando en el juego oficial de los diálogos y votaciones confeccionadas.
¿Por qué? Algunos por motivos patrimoniales o por adquirir parcelitas de poder, o por una combinación de ambas cosas. Otros por ingenuidad crasa y supina (no son muchos), y otros por un supuesto «realismo radical», o esto es lo que hay y lo que queda es la acomodación.
Y me refiero a una hegemonía opositora, porque además de beneficiar al poder establecido, con sus debidos disimulos, se ensaña en contra de los que plantean críticas a su proceder y reclaman caminos distintos para superar a la hegemonía roja, de acuerdo con los amplios derechos que consagra la Constitución.
La hegemonía que controla el poder, a pesar del inmenso rechazo que suscita, ha producido una hegemonía opositora que no representa costo sino beneficio. Y que trata de descalificar a los que se oponen de verdad al horror que impera en Venezuela.
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