Los acontecimientos políticos de la última semana en Venezuela han generado numerosos e interesantes análisis. Lo cierto es que más allá de la lectura que se haga de lo hasta ahora sucedido, hay dos elementos de naturaleza transversal que se hacen en lo adelante mucho más urgentes y necesarios.
El primero tiene que ver con la naturaleza de toda lucha política. Si bien la política debe estar siempre orientada por principios morales que le den legitimidad y justificación ética, también es cierto que la acción política, para ser eficaz, se basa fundamentalmente en la correlación fáctica y realista de fuerzas. Es el campo de las fuerzas comparativas reales de los actores en pugna lo que principalmente determina los acontecimientos políticos. Y es aquí donde, en términos de poder comparativo, se evidencia la principal desventaja de la población que aspira a un cambio político frente al gobierno de Maduro (sobre todo en lo referente a posibilidades de acción y presión públicas, libertad de movilización y margen de maniobra frente al poder).
En este campo de correlación comparativa de fuerza, la variable que juega más en contra tanto de la población que desea un país distinto como de la llamada oposición democrática en esta coyuntura (o al menos hasta el momento) es la todavía ausencia de una auténtica presión cívica interna, que actúe como disuasivo democrático para intentar frenar la estrategia del gobierno de desconocer la voluntad popular.
La literatura politológica enseña que en modelos de dominación autoritarios cualquier acción política -incluyendo votar- resulta al final inútil si no va acompañado de un factor todavía débil en la actual ecuación política venezolana que es la necesaria presión social cívica. Porque ciertamente la herramienta electoral es un instrumento privilegiado de la lucha democrática. Pero en regímenes autoritarios, dadas justamente las características de este tipo de modelo de explotación, ese instrumento carece de eficacia si no va acompañado del respaldo de un tejido social activo y organizado, que sirva de factor disuasivo y de presión que se oponga de manera democráticamente efectiva a cualquier estrategia de escamotear la voluntad mayoritaria de la población.
En este momento no se puede decir que ni la alternativa democrática ni el porcentaje mayoritario de la población que aspira y merece otra realidad cuentan con una fuerte red organizada, interconectada y movilizable de organizaciones sociales aguas abajo que pueda hoy articularse y activarse para presionar en conjunto al gobierno y convertirse en un factor disuasivo que sirva para elevarle el costo político de desconocer la voluntad ciudadana. El tiempo disponible desde ahora hasta el mes de julio, aunque corto, debería ser aprovechado de manera prioritaria por la oposición democrática y por quienes luchan por una Venezuela distinta para el reencuentro, interconexión y movilización de las organizaciones sociales (preferentemente aquellas con mayor capacidad de movilización como los sindicatos, gremios y sector estudiantil, pero sin dejar fuera organizaciones como las de los consejos comunales, las mesas técnicas de agua, y los grupos culturales), con el objetivo de construir un tejido social que sirva para, a partir de la lucha por sus respectivas reivindicaciones y a partir de la articulación de estas demandas, presionar la obtención de condiciones electorales mínimamente aceptables y para hacer valer la voluntad de la mayoría. Porque de lo que se trata es de que en el país gobierne no quien quiera sino quien la gente escoja. Ninguna otra opción es ni legítima ni viable.
El segundo elemento tiene que ver con la necesidad de enfrentar los escenarios de interesada incertidumbre con frialdad estratégica. Para nadie debería ser un secreto que la generación de incertidumbre, la ausencia de garantías, el desconocimiento de la ley y las tropelías procedimentales son parte del guion desde el poder para provocar confusión y desesperanza entre quienes legítimamente desean un país mejor. Por eso, y conociendo esa estrategia, nunca como ahora es conveniente recordar que el éxito político requiere, siguiendo a Weber, de tres cualidades decisivamente importantes: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Y que la política “se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo” (Max Weber, Politik als Beruf, 1992).
Uno de nuestros retos cruciales de hoy es precisamente cómo conseguir que vayan juntas la pasión, la indispensable responsabilidad y la mesurada frialdad. Porque es mucho lo que está en juego, y se requiere lo mejor de nuestra inteligencia y lo más profundo de nuestro compromiso.