OPINIÓN

Dos carbones encendidos

por Rodolfo Izaguirre Rodolfo Izaguirre

Las pocas personas que se reunieron la tarde del miércoles 9 de noviembre en la librería Kalathos, en los espléndidos Galpones de Los Chorros, yo uno de ellos junto a mi amigo el poeta y abogado Jesús Peñalver, pueden sentirse seres privilegiados porque lo que allí ocurrió no parecía cosa de este mundo atormentado por las penosas circunstancias que lo acosan política, social y culturalmente. Dos atractivas y electrificantes mujeres jóvenes,de claro talento poético y mentes esclarecidas: Gabriela Rosas y Jennifer Ávila, a quienes veía por primera vez, sostuvieron un recital poético titulado «Íntimas», producido por Zara Fermín para el ciclo Poesía y la ciudad.

Esa tarde, la librería y quienes allí se encontraban sintieron que el mundo era otro; que el país al que creíamos pertenecer cambiaba de nombre y de lugar en el espacio que suponíamos ocupaba desde que el aire se inventó a sí mismo porque se escucharon las voces sinuosas, persuasivas y seductoras de Gabriela y Jennifer dando lectura, entre miradas de radiante complicidad, a unos poemas inéditos que huyen y escamotean toda clase de poesía literaria que tanto nos ronda y acecha. En su lugar nos tocó en suerte escuchar el portentoso sonido de una exquisita sensualidad que no impidió que los vértigos del sexo arrastraran a nuestros sentidos a nuevos abismos de gloria. Sí, eran los poemas de Gabriela y de Jennifer mostrando las garras erectas e intensos impulsos de un Eros desatado, pero se trataba por igual de la bien amada atmósfera erótica que tanto hemos anhelado sentir socavando nuestras almas. Un estremecimiento de lluvia ahogándose en nuestras bocas, hundiéndonos en los deseados pantanos de nuestra sensualidad.

Yo era muchacho cuando animaba mis pasos en el grupo literario Sardio y escuché que desde la mesa del bar cubierta de vasos y botellones de cerveza se alzaba la voz de un joven y desconocido poeta que recitaba y decía: «¡Cógela como a una gallina echada!», y me deslumbró el verso. Era la voz de quien poco mas tarde iba a darse a conocer como Ramón Palomares. Pero, por lo general y en raras ocasiones, la poesía en el país venezolano prefirió ser más literaria que de sangre roja y humana; más conceptual que dionisíaca; ha preferido mirar por la ventana hacia el jardín en lugar de descubrirlo desde la cama envuelta en las sábanas de los ardores del cuerpo ocupado absorbiendo la vida de otro. Pareciera no animarse a astillar la fragilidad de esta apacible floresta cultural en la que creemos vivir.

Para los que no estuvieron aquel miércoles de gloria transcribo dos textos de las poetas que compartieron sus respectivas intimidades. «Tres lenguas» de Jennifer Ávila y «Hombre» de Gabriela Rosas:

«Tres lenguas». «Salvaje caníbal házme/ aguardo tus garras erectas/créceme los impulsos/ adéntrate adéntrate/ baja las sábanas y anudaré la lengua a tu mordida/ resbalosa/ succiona jadeos/ cuece las sombras/ respírame la boca/ canta faenas con tu voz de sol/ que estallen las tres lenguas que hay en esta cama».

«El hombre» «El hombre se desnuda por toda la casa. Se mece, prepara el café, enciende la televisión, bebe un poco de agua. No me ama, lo sé. La cena no siempre es en la boca, me cuenta su parte de la historia, se arrodilla, lo levanto, le miento, nos mentimos. Pasan dos años. El hombre llora, como un niño llora. Me niega, tres veces me niega, luego me acaricia. Vuelve con girasoles, me planta su ternura en la cocina. Lo miro, trae un caballo, sin montura, trae un caballo.

El hombre sabe que el abrazo pequeño me conmueve. Viene a decir que el mar, sus altas olas, sus orillas, no eran imaginaciones.

El hombre se duerme sin dar la batalla. La noche se le quiebra junto al pecho, el pecho queda solo. No hay nada más triste que la soledad de alguien que pudo ser amado. La noche sobrevive, el hombre no, al hombre se le mueren las caricias.

A oscuras, todo es tan claro».

Y mientras leían sus textos con ardiente dulzura yo pensaba en la obligación que ellas tienen de editarlos pronto. Tendría en mis manos dos llamaradas para incendiar la soledad de mi propio lecho.