Hasta en el lugar más recóndito hay un sueño enorme.
Hermes Polytropos
De su familia había heredado bibliotecas repletas, líneas extensas de libros, estantes suspensivos y suspendidos hasta en su cuarto. Libros sonoros, libros pintados y por pintar, ilustres e ilustrados, libros con imágenes y libros sin palabras, inclusive. Revistas y suplementos, comiquitas, fotonovelas y periódicos. Visitar bibliotecas públicas formaba parte gustosísima de sus itinerarios de viaje.
Ya vivían en La Victoria cuando su abuelo le mostró su colección de periódicos viejos desde que salió el primer número de El Correo de la Provincia y hasta la fecha, antes que se la comprara el propio diario para su hemeroteca institucional. Él se había fajado a transcribir todos esos periódicos cuando todavía no existían las computadoras. En una vieja máquina de escribir con teclas azules, también regalo del abuelo, transcribió durante largos años dichosos desde cada fecha y cada número de página hasta los anuncios publicitarios. Fueron muchas las colecciones de periódicos que formó Don Ramón, el abuelo, que vivía de fabricar sorpresas para las fiestas y le premiaba con confites.
Con el olor del café y los colores del alba, todos los días del mundo, el abuelo se iba hasta su sitio de trabajo en su casona pueblerina donde había unos mesones largos, largos, largos. En aquella habitación de luz perfecta y altos techos, sobre los mesones tenía dispuestos cuadrados de fino cartón cortados todos perfectamente a la medida de sus ojos, a la medida de sus manos. Al lado, pero al extremo del mesón, cuadrados de papel de seda y de distintos colores muy tenues, un poquito más grandes que los cartones. Tenía el abuelo unas tijeras enormes, largas como las que usan los sastres y con eso picaba cartones y papeles de seda con paciencia y exactitud de araña.Ahí fue cuando el nieto descubrió lo que era eso de la producción en serie que le había tratado de explicar la maestra en clases y que él no había comprendido en ese momento.
Entre la torrecita de cartones y la torrecita de papeles de seda había grupitos de cosas, puñitos de miriñaques, puños de coroticos. En un grupito había sortijas; en otro había pitos diminutos; al lado, unos soldaditos; al otro lado unas bailarinas pequeñísimas; a su lado, unas serpentinas. Luego, grupitos de barcos, de aviones, de corazones, dedales, trompitos, dados, perinolas mínimas, relojes plásticos, gaticos, perritos… Después: un grupito de miniaturas que eran jugueticos especiales, uno para cada cajita, para cada sorpresa. Piezas únicas, minúsculas, como traídas de Lilliput: un cohete dorado, un ejemplar de Las mil y una noches, un anillo dorado con brillante, una talla de Don Quijote al lado de Sancho Panza, una navajita con cacha de carey, un globo terráqueo labrado en nogal, una metra con el arco iris adentro, una flauta sopranino afinada minúsculamente, un cuatro con sus cuerdas, un pianito de cola hecho de mijao pulido con el olor inconfundible del Anacardium excelsum, Romeo y Julieta enlazados con una cinta roja, un busto de Calibán, una pistolita de agua, un rayo hecho de vidrio y relleno de azogue, una pipa de navegante, un sombrero de fieltro duro donde cabía un pulgar, una tecla de máquina de escribir con la letra A, un mikado de palillos amarrados con una liguita, un tocadiscos, un cachito torneado con forma de delfín, una trompeta de plata y un racimo de cambures titiaros moldeados con esmero.
La abuela era quien hacía todas esas tallas liliputienses, esas piezas únicas, esas maravillosas miniaturas que día a día iba dejando en el mesón, cerquita de los papeles de seda. Finalizando la cadena, al extremo del mesón había un muy preciado envase redondo de cristal, de los que se empinan en diagonal, repleto de confites, centenares de pepitas dulces multicolores con una cucharita de oro para verterlas y un embudo de metal pulido.
Entonces el abuelo iba, paso a paso, haciendo las sorpresas. Con calma de morrocoy pasaba buena parte del día y hasta la noche paseándose de un extremo a otro frente al mesón, haciendo cajitas de sorpresa. Con los cartoncitos hacía ortoedros, les daba una vuelta mágica con la mano y formaba unos cilindros a los que después achataba para conformar unos cuboides, como unos prismas rectangulares, pero sin fondos. Después iba pasando por el frente de cada uno de los grupitos de miriñaques y, uno a uno, los iba tomando y metiéndolos delicadamente en las cajitas, apoyando el fondo en una mano para que nada se saliera, coronaba con una de las piezas únicas y rellenaba con confites. Luego envolvía aquella sutileza en uno de los papeles de seda y les arruchaba las puntas hacia adentro. En otro de los mesones iba colocando las sorpresas formadas que, para la noche, ya sumaban varias torres según los pedidos que había recibido de todas partes del país. Meticulosamente, hacía unos paquetes con papel de bolsa, les colocaba una etiqueta con el nombre de cada uno de sus clientes y a la mañana siguiente venían a buscar los numerosos encargos. Quien entraba a aquel espacio salía más contento que unos papelillos con sus sacos llenos de sorpresas. Pues sí, Don Ramón, el abuelo, hacía sorpresas. Vivía del oficio de hacer sorpresas, así lo hizo siempre. Con eso había levantado a su pequeña familia. Con eso que se había inventado se hizo millonario.
Cada vez que estoy frente a un nuevo desafío y empieza la carrera con obstáculos, le recuerdo. Entonces me veo rodando en miniatura por entre los caudales de confites, cayendo y navegando dentro de las sorpresas, mirando al abuelo, risueño y enorme con su calma de morrocoy, en su hábito hermoso de hacer maravillas para las fiestas de cumpleaños.
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