OPINIÓN

Domingo que fue jueves

por Raúl Fuentes Raúl Fuentes

Confecciono esta colcha de retazos en homenaje a mi compinche y «hermano» Pablo Antillano, quien el 6 de febrero pasado cumplió un año de haber partido. Lo hago con base en fragmentos de crónicas publicadas en este espacio o en Código de Barras, en torno a las cuales conversamos o discutimos, tal vez en una tasca de la Candelaria o acaso en un botiquín de Chacao. ¡Salud, amigo, donde quiera que estés!

«La divagación es el domingo del pensamiento», afirmó el suizo Henri-Frédéric Amiel, «paradigma del ensimismamiento y maestro de la introspección», biografiado por Gregorio Marañón —el médico, historiador y escritor hispano exaltó su «vida sin relieve»—, citado al por mayor en Selecciones del Reader’s Digest y reverenciado, ¡por supuesto!, en Internet.  Sin ánimo de parafrasearle —no somos suizos— el jueves sería «jornada de desasosiego» para quienes debemos entregar los viernes unos 6.000 caracteres a este medio, procurando satisfacer al lector, sin aburrirle ni abrumarle con barrocas reiteraciones en torno a la dialéctica usurpación-resistencia. Podría, asimismo, considerarse «día de incertidumbre», dada nuestra incapacidad de vaticinar el porvenir y precisar cuándo seremos de nuevo ciudadanos libres y no siervos de glebas ideológicas.

Es jueves y, al pergeñar el párrafo inicial de esta descarga, me siento atrapado en el remolino de contradicciones entre una dictadura apoyada en militares con privilegios otorgados por favores recibidos y derechos adquiridos sobre la hacienda pública, y una oposición infiltrada por impostores —disidentes de la boca hacia afuera—, dispuestos a torpedear la construcción de una plataforma opositora, unitaria y consistente. A cambio de su felonía, se les ofrece una cómoda figuración en cuerpos dizque deliberantes, cual sería, por ejemplo, un parlamento de utilería electo con la irregular mediación de un árbitro nombrado por el tsj —las minúsculas no son un error sino un recordatorio de su nulidad—.

Sin tener muy claro el derrotero de estas líneas me pregunto: ¿vale la pena gastar más pólvora en el zamuro chavista —último coletazo del gomecismo según perspicaz apreciación de Carlos Blanco— y en su deposición, el madurismo carroñero?  Probablemente resulte inútil continuar aferrado al onanista y salmódico registro hebdomadario de quejas y reclamos, y mejor convenga navegar a contracorriente de la detracción al uso, poniendo buena cara al mal tiempo bolivariano y anclando en aguas poco profundas a objeto de  ocuparnos de tópicos de menos menor calado, como el agitado y  festivo febrero, mes de la purificación entre la cristiandad, el atravesado e incalificable jueves, día de Júpiter (Jovis díes), cuando cálamo en mano enfrento sin querer queriendo el horror vacui, y el inefable y nostálgico domingo, día del Señor.

Un hacedor de sortilegios y trafagador de pócimas milagrosas recreado por Gabriel García Márquez (Blacamán el bueno, vendedor de milagros, 1968) podía convencer a un astrónomo de la inexistencia del mes de febrero —es solo un rebaño de elefantes invisibles —; sin embargo, existe, aunque cojea. Y en esta tierra de gracias y desgracias es mes de enamorados, caretas, traiciones y motines, durante el cual puede suceder cualquier cosa: así lo constató, en 1814, el general realista Francisco Tomás Morales cuando seminaristas y universitarios capitalinos, comandados por José Félix Ribas, le propinaron en La Victoria una contundente derrota. Por tal motivo, el 12 de febrero es fecha consagrada a glorificar la juventud. Cuidado, pues, si el jueves próximo no revive en las calles el espíritu de esa contienda entre jóvenes hastiados del despotismo rojo. Y ojo, el fantasma del Caracazo acecha y apenas han transcurrido 9 días de los 29 correspondientes al bisiesto en curso.

En The Man Who Was Thursday (1908), el escritor británico Gilbert Keith Chesterton, más conocido entre nosotros gracias a Jorge Luis Borges y no al candor del padre Brown, fabuló una conjura anarquista e imaginó a un poeta y agente de Scotland Yard infiltrado en el directorio de los complotados con el nombre clave de jueves. Los otros dirigentes de esa sociedad semisecreta eran nominados con los nombres de cada uno de los días de la semana y 5 de ellos resultaron ser también quintacolumnistas; el jefe supremo era, naturalmente, domingo. Le fue productivo el jueves a Chesterton. No así al autor de Cien años de soledad.

«El jueves no sirve ni para morirse», escribió Gabo en El Universal de Cartagena, 10 años antes de incursionar feliz e indocumentado en las caraqueñas páginas de la revista Momento. «Es —cito de memoria y por aproximación— un día entre paréntesis bueno para escribir sobre su inutilidad cuando no es posible desarrollar otro tema de mayor trascendencia». Quizá el demiurgo de Macondo abominó de ese día en razón de la desacertada premonición de César Vallejo cuando estimó que moriría un pluvioso jueves otoñal: Me moriré en París con aguacero, /un día del cual tengo ya el recuerdo. /Me moriré en París —y no me corro— tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

No falleció un jueves; murió, sí, en la capital francesa, el 15 de abril de 1938, un soleado viernes primaveral. El desatino de Vallejo, no obstante haber ocurrido una década después de su trajinar cartagenero, debió golpear al futuro Nobel colombiano —Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! /Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos, /la resaca de todo lo sufrido/se empozara en el alma… ¡yo no sé!— Sí, son una vaina los jueves; empero, «hay tres jueves en el año que relucen más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión». ¿Excepciones a la regla? El primer acto del proceso de emancipación de Venezuela —gesta civil del 19 de Abril de 1810—, ocurrió un Jueves Santo; también fue sagrado el 26 de marzo de 1812, cuando un terremoto sacudió a la República en ciernes, ocasionando incalculables y muertes contabilizadas por millares.

«Si Dios no hubiera descansado el séptimo día, habría tenido tiempo de terminar el mundo». No recuerdo quién es el autor del cáustico aserto. Podría ser el socorrido García Márquez, pues, en referencia a ese día de spleen, liturgia y mondongo en familia encontramos en La mala hora un pasaje en el que el juez Arcadio dice al barbero: «No debían de existir los lunes. Son culpa del domingo. Si no fuera por el domingo no existirían los lunes». En esa «novela de pasquines», una mujer, cuyo marido «había descubierto el mecanismo interior del suicidio», señala: «Los domingos son raros. Es como si los colgaran descuartizados: huelen a animal crudo».

Extenuado de crear un universo de insondable infinitud, quien reina en las alturas se dedicó ese día al dolce far niente; por eso, Constantino lo consagró al reposo civil obligatorio. Era inevitable. La Biblia ya había santificado la observancia de esa pausa semanal, al registrar que, tras seis días de trabajo a tiempo completo, el Gran Arquitecto del Universo, cual   metafóricamente la masonería y otras sociedades secretas y órdenes iniciáticas llaman a quien supuestamente nos creó a imagen y semejanza suyas y nos arrojó graciosamente a este mundo, se las echó al hombro, quién sabe si con ratón moral, al ver a su criatura trocada en caricatura y la gracia en morisqueta.

Febrero, jueves y domingo han sido excusa para sacarle el cuerpo al drama nacional. Tal vez se nos reproche no haberle dispensado en esta oportunidad la atención debida a la homérica odisea de Juan Guaidó, una ofensiva diplomática que magnifica su estatura política y, debemos reconocer —a pesar de nuestra atávica aversión al pitiyankismo, por aquello del Big Stick, la Doctrina Monroe, las fucking banana republics, entre otras manifestaciones de la política exterior norteamericana—, el Trumpetazo le consolida como líder indiscutible de la oposición democrática y el candidato de mayores méritos para conducir la transición.

Seguramente era de rigor ocuparse hoy 9 de febrero, día de Santa Apolonia, patrona de los dentistas, de un asunto de innegable interés nacional. Y del coronavirus e incluso de la frívola entrega de los premios Oscar, sobre todo, porque en virtud de la hegemonía comunicacional roja, ya no hay entretenimiento impreso y no acude El Príncipe Valiente al encuentro dominical. Tampoco El Fantasma, y echamos en falta a Olafo y Lorenzo Parachoques; pero, ya lo dije: garabateé las precedentes divagaciones el insufrible jueves. Y ya se sabe, San Joderse cayó jueves.

rfuentesx@gmail.com