Recientemente la Alta Comisión de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) alertó una vez más sobre el éxodo de más de 3,7 millones de personas que han convertido a la diáspora venezolana en la segunda ola migratoria más alta del mundo, solo después de Siria, y por encima de Afganistán, países estos que han vivido prolongados períodos de guerra.
La crisis humanitaria que ello implica, que causa alarma en las principales organizaciones mundiales, y en los países de la región y del mundo, ha sido ignorada y despreciada por el régimen de Nicolás Maduro, sin duda su causante, que solo la ha tomado en cuenta con desatinados fines propagandísticos en una ridícula campaña de retorno a la patria a través de vuelos especialmente habilitados. Integrantes de una insignificante cifra de retornados que atendió ese llamado fueron recibidos con aplausos.
Pero de los efectos de ese pequeño monstruo que es la covid-19, que cambió el destino del mundo, no escaparon los migrantes venezolanos que se encontraban en situación de extrema fragilidad en los países vecinos, castigados severamente por esta pandemia, lo que motivó a pequeños porcentajes de esa enorme diáspora en estado de desesperación a desear regresar a su país, encontrándose en esta oportunidad con el rechazo de la más alta cúpula del gobierno que los ha estigmatizado, despojándolos de manera arbitraria e inhumana de su condición de ciudadanos, al quererles limitar el derecho de volver a su país de origen, por considerarlos promotores del contagio, lo que los ha condenado no solo a una gran fragilidad sanitaria sino a hambre y vejación, además de que estimula en el país conductas de discriminación y rechazo hacia los más indefensos en lugar de la esperada solidaridad.
El extremo ha sido calificarlos de armas biológicas al servicio del presidente colombiano, en una guerra verbal sin tregua, que expresa la desmedida animadversión hacia el gobierno del país vecino, acusándolo de abrir trochas para su entrada al país, obviando que la proliferación de estos caminos obedece fundamentalmente a la política de hostilidad hacia el gobierno colombiano desde los comienzos de Hugo Chávez, que llevó a abandonar todos los avances binacionales en esa enorme frontera dejando el camino abierto para la informalidad, la delincuencia y el crimen organizado.
Paralelamente Michelle Bachelet, alta comisionada de otro órgano de las Naciones Unidas como es el de los Derechos Humanos (Acnudh), presentó un nuevo informe este 15 de julio en el cual advirtió especialmente sobre la situación existente en la zona del Arco Minero del Orinoco donde se cometen violaciones graves e irreversibles de derechos humanos. Indicó que las minas de oro, diamantes y bauxita, situadas en esa región, están mayormente controladas por organizaciones criminales que explotan, golpean e incluso asesinan a trabajadores y afirmó que las fuerzas militares y de seguridad venezolanas no impiden estos delitos y han participado en algunos actos de violencia contra mineros de una crueldad incomparable.
Resalta que son estos grupos los que deciden quién entra o sale de las zonas mineras, imponen reglas, aplican castigos físicos viles a quienes las infringen y sacan beneficios económicos de todas las actividades en las zonas mineras. Detalla además cómo los grupos mantienen su presencia y actividades ilegales en las minas a través de un sistema de corrupción y soborno que incluye el pago a los comandantes militares.
Esta constatación inequívoca de la rudeza y crueldad con la que son tratados los ciudadanos comunes que desean regresar a su país y la convivencia de las fuerzas de seguridad del Estado venezolano con grupos criminales es la lamentable demostración de la verdadera naturaleza y las prioridades del régimen que no se pueden perder de vista en la búsqueda de una salida política.