Sin duda los sentimientos que me han sacudido este mes poselectoral son variados. El primero es de ira por los atropellos sin antecedentes a la poca y precaria institucionalidad existente, ahora completamente demolida. Por la persecución, tortura y prisión contra aquellos que solo cumplieron con su deber en el proceso electoral o manifestaron su alegría y su cólera por el triunfo alcanzado y luego por su artera negación. Y, por supuesto, por el futuro de un desatado crecimiento del despotismo que emule los peores que en el planeta existen.
Digamos también que de tristeza porque es posible que Venezuela que tanto ha sufrido en este cuarto de siglo va a entrar en una etapa todavía peor, lo que parecía imposible, y habrá más millones de migrantes sin destino, más familias desechas, más decibeles de miseria, más encarcelados sin razones, más lógica soldadesca, más noches sin estrellas. Y, por ende, una sanación cada día más distante y que hoy aparece tan difícil.
¿Esperanza? Sí, después y a pesar de lo antes dicho. La esperanza que pretende no nacer de la ingenuidad y la ceguera. Sino aquella que trata de brotar de la lucidez, de la aceptación de lo siniestro, del duelo, pero que no descarta que de repente puede brotar la luz. Digamos, de la reacción popular ahora cohesionada por una dama fantástica, de la solidaridad de vecinos internacionales cercanos y lejanos que nunca fueron tantos y tan efusivos con la tragedia venezolana. De los que creemos que esto ya no es país y que solo un esfuerzo prodigioso, ahora o después, puede devolverle su aura y su rostro y sus virtudes legítimas.
Pero yo quiero subrayar otro estado anímico, muy vivo en mí en estos días de sombra. El específico de la humillación. Ese que la Real Academia define en una acepción, entre otras, como lo que atenta contra nuestra dignidad o amor propio. Eso me sucede, e imagino que conmigo a la gran mayoría, porque se nos ha mentido sin máscara alguna, a pleno sol, sin respetar la mínima convivencia que supone la voluntad de verdad que se burla quién sabe hasta cuándo, y sin la cual no hay ética, ni comunidad. La mentira sostenida solo por la violencia, por las armas, contra los derechos de todos y cada uno de los ciudadanos, multiplicándose cada día porque es su naturaleza.
Nadie debe saber qué va a pasar en Venezuela en lo inmediato, ¿o usted lo sabe? Yo espero que a mis muchos años pueda ver una luz distinta, la democracia a secas, después vendrá el resto, que ilumine mi país, el único que he tenido. Si no espero que mis hijos y nietos tengan otro cuento que contar. Por ahora lo que sé es que no me quiero callar.
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