El último trimestre del año ha traído consigo un nuevo debate sobre la dolarización en Venezuela. Las noticias van y vienen. Lo cierto es que, como ha sucedido tradicionalmente en años anteriores, la apreciación del tipo de cambio bolívar/dólar ha subido como un cohete, trayendo consigo numerosos perjuicios para una población cada día más diezmada.
Ello ha ocasionado que el gobierno venezolano en las últimas semanas haya provisto señales contradictorias en cuanto al futuro del bolívar y del proceso de dolarización transaccional que se ha venido desarrollando en el país durante los últimos meses.
Por un lado, el gobierno se empeña en afirmar que el bolívar no desaparecerá, que es la moneda de curso legal en Venezuela, y de hecho, en los últimos meses, no ha hecho sino expandir la liquidez en bolívares, anunciando además una serie de medidas que, al menos teóricamente, buscan incentivar el uso de la moneda oficial venezolana desde el año 1879 en la época de Antonio Guzmán Blanco.
Por otra parte, se encuentra la realidad de una buena cantidad de la población venezolana, que de forma informal ha comenzado a emplear el dólar como moneda de uso corriente y diario en sus transacciones del día a día. El billete verde es el nuevo amigo del venezolano. Lo usa en los mercados populares, en las ferreterías, en los supermercados, pero también en los restaurantes de alcurnia y gustos de lujo. Está en todas partes, y a muchos parece no importarle. De hecho, no sería exagerado afirmar que una buena parte de los sueldos y salarios del sector privado ya incluye el pago en moneda extranjera. Efectivo para los cargos bajos, transacciones offshore para los niveles superiores de gerencia y dirección. Incluso en el sistema financiero venezolano para noviembre de 2020, más de la mitad de las colocaciones en bancos nacionales son en moneda extranjera, y la liquidez de divisas en la calle, conservadoramente, es 3 o 4 veces superior a la moneda nacional. Sin embargo, la dinámica lejos está de ser idónea. También está presente la exclusión. Ello aplica de forma preponderante para las personas que por una razón u otra no pueden formar parte de la dinámica productiva del país, especialmente pensionados y jubilados.
La dolarización emergió. Subió como la espuma y allí está. En términos de políticas públicas y teoría económica, una dolarización emergente, bottom-up approach, que agarra descolocado a un gobierno acostumbrado a planificar, controlar, centralizar. Ahora se encuentra en una compleja disyuntiva: el demonio que él mismo creó, esto es, la hiperinflación producida por su desastrosa política fiscal y monetaria, ha hecho que el bolívar sobreviva por las decisiones del propio Estado. Sin embargo, la dinámica económica va por un derrotero totalmente diferente.
Si el gobierno se empecina en obligar a utilizar el uso del bolívar a través de su poder coactivo, el resultado no será otro que la profundización del caos, ya bastante evidente en Venezuela. La precariedad económica se hará más latente, se desintegrará aún más la cooperación social, la poca funcionalidad que había en algunos sectores de la economía se perderá. Se volvería al escenario de 2017 y 2018, pero con una economía mucho más destruida y un gobierno con mucho menos margen de maniobra. La informalidad reinará a plenitud.
Tender la cama a la dolarización transaccional, que al final resultaría la decisión más pragmática y adecuada en el contexto actual, implicaría un acto de claudicación para el chavismo. Doctrinariamente, sería un sacrilegio reconocer las bondades y frutos de la moneda estadounidense. Políticamente, implicaría una pérdida de poder. Se pierde margen de maniobra y financiamiento al no tener la emisión de bolívares el papel protagónico de otros tiempos, por lo que su base política, dependiente de misiones, bonos, pago de contrataciones se vería seriamente afectada.
En lo personal, al menos en el corto plazo, veo difícil que el bolívar desaparezca por completo. Seguirá siendo el seguro de demagogia monetaria con el que cuenta el chavismo para aplacar a sus bases. Sin embargo, paradójicamente, la coalición de poder, especialmente aquella que ahora se encuentra incursionando en labores “empresariales” dentro del circuito del mercantilismo, necesita asegurarse de que las divisas sigan circulando para mantenerse en pie y darle viabilidad a sus negocios. Irónicamente, sus intereses se alinean con los de una población que luego de 3 años de hiperinflación ve en el dólar un salvavidas frente a un bolívar comatoso.
Esta disyuntiva refleja un asunto mucho más profundo y que no se ve en los medios ni en la opinión pública: la pugna que existe dentro del círculo del poder. Créalo o no, la coalición tiene sus diferencias. Los ortodoxos persisten con su sueño comunal y soviético, mientras que una nueva élite emergente, creada en estas últimas dos décadas, venera el autoritarismo pero ve con buenos ojos las bondades del mercado. Esa es la lucha, allí presente la diatriba. En el medio, los venezolanos.
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