Festival de Cannes, 1971. En medio del estreno de Muerte en Venecia, su director Luchino Visconti proclama a su joven protagonista, Björn Andrésen, como “el chico más bello del mundo”.
Desde entonces, el filme cambia la vida del adolescente que encarnó al legendario Tadzio en la adaptación de la novela de Thomas Mann, cuya versión italiana cautivó al público y dividió a la crítica.
Un sector la consideró una obra maestra automática. Otros denostaron su mirada decadente, autobiográfica y babosa, que representaba el deseo del autor con vapores, sudores y redundancias operáticas, por cortesía del actor Dirk Bogarde, al compás de Mahler. Un resumen del kitsch, del qualité modernista, que circulaba por aquel entonces en Europa, tras el declive de las vanguardias de la posguerra.
A la distancia, Muerte en Venecia describe el fin de una era, el cierre de un ciclo, el eclipse de una generación que se consagró antes en los cincuenta y sesenta, topándose con un recambio que ya venía anunciado el propio Visconti en El gatopardo.
Luego, los chicos del baby boom tomarían el control de la industria, mientras sus antecesores resentirían el golpe, declarando egocéntricamente la muerte del cine, que en realidad era la de ellos y de su etapa.
Internamente, el séptimo arte atravesaba por una de sus crisis, una de sus fases de transición y Muerte en Venecia ocuparía un escenario de conflicto, donde se cobraron algunas víctimas, se elaboraron duelos y surgieron mártires que todavía reclaman un derecho a réplica, desde una contemporaneidad revisionista, altamente problemática.
No en balde, la revista Perro Blanco lleva tiempo debatiendo sobre la deriva actual del género documental, sobre la manía de corregir y cancelar el pasado, a partir de una memoria herida, bajo la influencia de la nueva corrección política.
En tal sentido, despierta preocupación que se pretenda condenar la creación libre de un autor en el pretérito, de una película clásica, de un largometraje de otro tiempo, al ponerlo a dialogar forzada y maniqueamente con las ideas circunstanciales del presente.
Hay un cierto cine progresista, de circulación en festivales, que se dedica a reconstruir los horrores del vano ayer, con un sentido del morbo que se disfraza de campaña reivindicativa.
Todo ello se activa y detona con el lanzamiento de El chico más bello del mundo, el documental que fascinó al público de Sundance y que hoy nos llega por servicio de streaming, narrando la fragilidad existencial y la depresión del actor Björn Andrésen en el milenio, después de conquistar al globo como Tadzio en el siglo XX.
Hablamos de un meta réquiem del cine, que recurre a procedimientos de contraste entre la realidad vigente del hombre en ruinas y el espacio prometedor del casting de Muerte en Venecia, cuando los productores y creadores visualizaban sus sueños, a costa de los futuros traumas de sus figurantes.
En años recientes, el propio documental ha buscado sembrar su conciencia culposa, acerca del tema, con propuestas como Showbiz Kids, relatando las angustias y tragedias de las estrellas prematuras que devoró el monstruo de Hollywood Babilonia.
Son trabajos al límite del exorcismo, del sadfishing y de la autoindulgencia, ilustrando la compasión de los egos trastocados por la industria, muchos con razón y juicio, algunos participando del juego para recibir un pago y apostar a que se consume el mito del segundo aire.
Val, que me gustó por su excentricidad naif, tiene bastantes elementos y condimentos de la receta que he señalado.
El chico más bello del mundo transita por la misma vereda, pero tiene más enfermedad de importancia, más conciencia de su dominio técnico y de su reflexión histórica, inspirándose en Visconti y el cine sueco.
El filme encontró un sujeto con el que plantear un auténtico ejercicio de crítica contra ciertos mecanismos del cine, como lo puede ser la explotación laboral de la infancia y de la pubertad, sin anticipar las consecuencias o evitar los daños colaterales.
Björn Andrésen expresa una objeción válida respecto a su papel en Muerte en Venecia, al sentirse deshumanizado y cosificado, al circunscribirle un aura de perfección estética que le abriría puertas en la publicidad y los medios de comunicación, pero que lo convertiría en un estereotipo con fecha de caducidad.
Björn Andrésen luce irreconocible en el tiempo presente, ocultándose en un look de hippie, de anciano ahora prematuro que está al borde del paro y la indigencia.
Una doble muerte en Venecia se va urdiendo en el documental, dejando que la fotografía, en un impecable formato de alta definición, capture la vejez que anticipa el réquiem, el funeral, el cementerio de las luminarias que consumimos en la pantalla.
Melancólica y nostálgica, la película persevera y se impone por una energía, por una cuestión motora, por una mezcla de sonido e imagen que solo emana del cine.
Así que vean El chico más bello del mundo para aproximarse a una conversación íntima que funciona como terapia colectiva.
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